Nuestros lectores son plenamente conscientes de que el cine de Pedro Almodóvar nunca ha sido santo de la devoción de esta publicación, tanto que algunos incluso han pretendido convertir ese divorcio en una de nuestras señas de identidad, algo que nosotros, y puedo hablar en plural, nunca hemos pretendido. El azar ha hecho, y ahora ya hablo en singular, que no me hayan caído en suerte muchos de los estrenos del cineasta, aunque sí que me han correspondido algunas críticas de sus películas y mi valoración siempre ha resultado bastante más negativa que positiva. Sin embargo, nunca me ha resultado fácil situarme en esa posición, y sigo hablando en singular, pues no sólo tengo simpatía por el cineasta, en lo social y en lo profesional, sino que, además, he sido consciente del amplio reconocimiento crítico —el del público se da por descontado— del que gozaba no sólo en España sino, especialmente, fuera de nuestras fronteras, de modo que siempre he tenido la convicción de que, con toda seguridad y con toda sinceridad, era yo el que estaba equivocado. Pero el que se dedica a esto de la crítica tiene que escribir la verdad, su verdad, y ya será el lector el que, a la vista del conocimiento que tenga de cada uno de los firmantes, confiará más o menos en sus recomendaciones.
Como ya habrá observado el lector en el encabezado, en esta ocasión mi opinión sobre la película es mucho más optimista que en situaciones precedentes, aunque hay más de un trabajo de Almodóvar que me ha parecido interesante, o con el que he conseguido conectar más si queremos destacar ese te, tiene nuestra profesión. Me refiero a títulos como Entre tinieblas (1983), Carne trémula(1997) o la reconocida Mujeres al borde un ataque de nervios (1988) —ésta, especialmente, al revisarla después de muchos años—, aunque, en todo caso, han constituido una minoría dentro de su obra. Pero lo que cuenta ahora no es la trayectoria del cineasta y mucho menos la visión de este crítico acerca de ella, sino la película que se acaba de estrenar, Dolor y gloria, y se trata de un estimable trabajo,
perfectamente situado dentro del universo narrativo —de trama y de puesta en escena— de Almodóvar, cuyo alcance moral y emocional ha conseguido atraparme. La película maneja evidentes claves autobiográficas —el excelente trabajo interpretativo del gran Antonio Banderas evoca conscientemente al cineasta— que han sido reconocidas por el propio Almodóvar —aunque bien matizadas en una entrevista que le hicieron en TVE, en la que aludía a su necesaria inserción dentro de las leyes de la ficción que, como bien sabemos todos los que nos hemos dedicado a algo de esto, nada tienen que ver con la contingencia de la realidad—. Esta relación con la «realidad», biográfica o no, es algo que, por otra parte, siempre me ha resultado secundario pues lo que me interesa es la historia que se cuenta en la pantalla y los personajes que la construyen. La historia en la ficción y no la historia en la vida real. El protagonista es un maduro cineasta de amplio reconocimiento internacional que se ve enfrentado, por unas circunstancias de incapacidad profesional, a un doloroso recuento de las experiencias de su vida. Un balance, el suyo y el de cualquiera, en el que siempre quedan sombras que, aunque sean las menos —las mucho menos, incluso—, crecen abonadas por ese sentimiento de culpa, de haber fallado o de haber defraudado, tan asociado al tiempo y a la conciencia humana.
Y la historia es precisamente eso, una crónica del dolor humano, tanto físico como moral, que la película consigue engrandecer y trascender al enfrentarlo con la gloria de la que disfruta nuestro protagonista. Puede que muchos puedan, o podamos, sufrir con idéntica intensidad, pero sin el contrapunto de esa gloria la ficción —que no la
realidad— se queda un tanto coja en su misión de sobrecoger al espectador. Al fin y al cabo, ésas son las claves del gran melodrama y el cine de Almodóvar respira dentro de ese universo, del cine de Douglas Sirk y de su transcripción europea de la mano de Rainer W. Fassbinder. Narrativamente, la película sigue haciendo gala de esa (arriesgada) libertad que siempre ha definido el cine de Almodóvar, pero en esta ocasión haciendo pleno en todas sus incursiones fuera de la norma —el uso de la voz en off, los gráficos del dolor humano, esa pantalla compuesta de pequeñas ventanas que narra una parte de la historia—, y maneja una estructura bastante compleja que no sólo alterna / enfrenta sucesos del presente con sucesos del pasado, sino que, muchas veces, utiliza esa misma interrelación entre fiprotagonista / autor es alguien que, precisamente, vive de eso— para hacer avanzar la acción y contar una parte de ese pasado que, en otras ocasiones, ha recreado con los tradicionales flashbacks. Ejemplar a este respecto resulta la utilización de un texto teatral —y su correspondiente representación— para narrar la historia de amor del protagonista en los años de la convulsa movida madrileña. Como ejemplares resultan también otras muchas escenas y momentos de la película, tales como la inicial en el río, todas las rodadas con Penélope Cruz en las cuevas de Paterna, el descubrimiento de la sexualidad del niño protagonista, el encuentro con el amante del pasado a través de una conversación telefónica narrada con una puesta en escena de alto voltaje emocional (la mirada desde la ventana), la tremenda escena final con la madre a cargo de Julieta Serrano (y su desoladora conclusión en la escena siguiente) y, por supuesto, ese sorpresivo plano final que, una vez desvelado, se revela como imprescindible para cerrar el círculo de la historia.
Muchos buenos momentos, casi todos, en una película que sabe aprovechar perfectamente los recursos de la ficción —esas «casualidades», como la asistencia a la función teatral del personaje interpretado por Leonardo Sbaraglia o la aparición final del cuadro de la infancia, que, sorprendentemente, se arropan de verosimilitud— y con todos sus personajes sometidos a un dolor que hunde sus raíces en la propia esencia del ser humano, de modo que el espectador se termina sumergiendo en el sufrimiento —físico y moral— de su protagonista y de todos esos personajes que, como él, han vivido tentando la gloria y lo siente como propio porque él también lo conoce, aunque le haya llegado a través de anécdotas y circunstancias muy distintas. Esa es la esencia del buen cine, una categoría a la que, sin duda, pertenece esta emotiva película.