Por Justo Serna
Don Eduardo Zaplana Hernández-Soro ha padecido últimamente una penosa enfermedad. Le deseo, de verdad, su completa recuperación. Es triste que una sacudida del cuerpo, este esqueje que Dios nos ha dado, quede tocado o hundido. Que quede como un tocacampanes. De verdad que espero que se haya repuesto.
Punto y aparte.
Hace unos años, tras abandonar sus cargos autonómicos y ministeriales, yo me preguntaba en público y en privado dónde estaba don Eduardo Zaplana. No era una cuestión retórica. Hace mucho, mucho tiempo, hacia 1995, lo vimos departir con Rafa Marí y lo vimos partir. ¿Cuál era su objetivo o cota? La cumbre, lo más alto. La Generalitat y más allá. En la cubierta de un libro promocional de aquel año, de Rafa Marí, aparecía don Eduardo con una cartera de profesor o de comercial, de viajante. Imagino que era esto lo que veíamos en la portada de dicho volumen: armado con un portafolios de esta última profesión. Si repasamos su biografía, él siempre ha sido un comercial de su género, del género con el que negocia, que son los intangibles, para luego recaer en los bienes materiales.
Empezó siendo un hacha del capitalismo monopolista de municipio, sintagma que debo a Ernest Lluch. Empezó, sí, en Benidorm, que es municipio igualmente promocional. Como alcalde de dicha localidad emprendió obras, concibió un estado de obras, actividades lucrativas que le merecieron el recuerdo agradecido de sus convecinos más próximos. Junto a Terra Mítica hay una Avenida, una larguísima vía, a él dedicada. Luego, tras el lapso benidormí, don Eduardo llegó a Valencia para triunfar en la plaza. ¿De toros? No, en la plaza comercial. Y en la parada gubernamental.
Siguió vendiendo género: ilusiones, espejismos, hologramas, cosas evanescentes que, a la postre, acabarían teniendo más realidad y materialidad que aquello con lo que después traficó Francisco Camps. Don Eduardo era un pillastre. De hecho, el señor Zaplana era la encarnación del pícaro, incluso del picarón. No lo digo como insulto. Mi afirmación es meramente descriptiva. Pero don Eduardo Zaplana no se conformó. Como todo pillo de provincias probó suerte en Madrid. Obró de ministro de Trabajo y obró de portavoz: o sea, de charlatán simpático. Qué campechano. Más tarde, justo cuando el Partido Popular hacía aguas, con gran picardía se largó: exactamente como un pirata avispado.
Se largó para ejercer de comercial de Telefónica por Europa: es decir, como un viajante de cuello blanco. Imagino su periplo continental, aprovechando su don de lenguas y, sobre todo, de lengua. Durante años hemos ignorado cuál era su paradero. Hemos ignorado si en esa cartera o portafolio que aún conservaba o llevaba móviles, aparatos de ADSL o folletos tricolor. U otras piezas. Menuda pieza.
Ahora es pieza cobrada. De la Guardia Civil.