TURIA
El caso de Juana Rivas ha estado envuelto desde el principio en un cúmulo de circunstancias que amenazaban con abocarlo a un desenlace polémico. Denuncias de maltrato que se perdían en el limbo burocrático español e italiano; su incidencia en el debate social abierto sobre la violencia machista; la espectacularización mediática de la historia de una madre que huye con sus hijos para protegerlos de un padre maltratador, y la de un progenitor que defiende sus derechos en los plató de televisión frente a la calumnia; el controvertido asesoramiento recibido por la mujer. Todo ello ha terminado, por el momento, en la sentencia dictada por el juez Manuel Piñar que condena a esta mujer a cinco años de cárcel por el delito de sustracción de menores, además de quitarle durante seis años
la patria potestad de sus hijos.
El sistema jurídico tiene las herramientas para revisar los fundamentos legales sobre los que el juez Piñar ha basado su fallo. Tribunales superiores deberán ahora dictaminar si la sentencia del magistrado se ajusta a derecho. Cuestión distinta son los fundamentos ideológicos que Piñar esgrime con una voluntad casi exhibicionista en unas conclusiones en las que apenas invirtió unas pocas horas de reflexión. Para el juez, Juana Rivas mintió inventándose un maltrato que no existió y “orquestando” una campaña mediática para arrebatarle los hijos a su esposo, Francesco Arcuri. El magistrado admite que el hombre fue condenado en 2009 por lesiones en el ámbito familiar, pero niega tajantemente que volvieran a repetirse: “Seguramente había momentos de tensión, desacuerdos, disputas o discusión, pero de ahí al maltrato hay una diferencia”, asegura el juez. Piñar basa su certeza en que no existe ninguna sentencia que lo confirme, lo que es cierto. Pero también es cierto que esa carencia se debe a la deriva burocrática en la que se encuentra desde 2016 la denuncia presentada por la mujer. En lugar de afrontar este vacío con la exigible prudencia, el juez opta por resolver este asunto, que no es el que está juzgando, asegurando por su cuenta y riesgo que la denuncia es falsa y a partir de ahí justificar su fallo. De este modo, en lugar de ceñirse a los hechos, Manuel Piñar se reafirma en un prejuicio que ya en 2011 le llevó a acusar a la fiscalía de actuar con “excesivo celo ideológico” en la protección de la mujer, defendiendo a “falsas maltratadas”, postura que, a su juicio, “está llevando a quitar la dignidad a determinados rones”.
Y es aquí donde la postura del magistrado resulta inadmisible socialmente. Porque con este argumento el juez hace recaer la sospecha de forma genérica sobre las víctimas de la violencia machista, algo njustificable para la terrible realidad que vivimos y que los mismos datos oficiales se encargan de desmentir: solo el 0,01% de las denuncias son falsas, según un informe de la Fiscalía General del Estado. Por eso su sentencia parece más interesada en buscar lo mismo que critica: aprovechar la repercusión mediática del caso para dejar constancia de su “celo ideológico” misógino y machista. Flaco favor para una justicia que ya mostró el distanciamiento con la realidad social que todavía pervive en su seno,
con el triste episodio de la Manada.