Cartelera Turia

EL COLUMPIO ASESINO – Repvblicca 20 años de apuesta por la diferencia

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA: Es fácil sentir simpatía por El Columpio Asesino. Han sido tantos años viéndolos compartir carteles y escenarios con esa remesa de grupos de nuevo indie español (por llamarlo de alguna forma) con la que apenas pegaban ni con cola, en mil y un festivales, que era lógico acogerles como el saludable elemento extraño. Como el invitado que se cuela sin pedir permiso. Un ente poco normativo, como casi todos los grupos con un cantante principal que también es batería. O mejor dicho, como un batería que también canta (Álbaro Arizaleta), aunque luego Cristina Martínez iría emergiendo como front woman. ¿Cómo no iban a caer bien? Más aún cuando lo suyo no fueron nunca las melodías euforizantes, ni los coros onomatopéyicos ni la épica de todo a cien. Por mucho que “Toro” se convirtiera en su inopinado hit: la canción por la que les conocen todos aquellos que, en realidad, los desconocen. Siempre fueron mucho más que eso. Que al fin y al cabo, tampoco era un éxito al uso, pese a su adherente estribillo. Poco tenían que ver con Love of Lesbian, Lori Meyers, Vetusta Morla, Izal o Second, desde luego. Ni tampoco con las bandas con las que compartían caracteres intermedios en las parrillas festivaleras. En realidad, el quinteto pamplonica siempre fue más un grupo de texturas, ambientes, atmósferas, ritmos y mantras que de canciones puras y duras. Las textos esquizoides y malsanos, así como las guitarras ponzoñosas de la escuela Pixies, la métrica inapelable de patente krautrock, la turbia ansiedad del synth pop de Suicide, y todo pasado por un tamiz muy del norte: esos fueron los nutrientes de una carrera en constante evolución, que han decidido finiquitar a los veinte años de su debut. Quizá conscientes de que su tiempo ha pasado (aunque nadie lo diría con la retahíla de sold outs que está enlazando esta gira de despedida), quizá porque sienten que su círculo se ha cerrado ya y no hay más vetas que desvelar en su magnético discurso.

Sea como sea, la parada valenciana de esta gira de despedida convenció a un público ya converso. Y fue un inmejorable muestrario, con Álbaro Arizaleta (batería y voz) y Cristina Martínez (voz y guitarra) de las diferentes fases de su carrera. Para un servidor, fue un gustazo reencontrarse sobre un escenario tras algo más de veinte años – aquel bolo del FIB de 2003 fue mi primera vez – con “Floto”, “Ye Ye Yee”, “Motel” o su versión del “Vamos” de Pixies, correspondientes a su afilada primera etapa rock, generalmente arrinconada en sus apariciones más concurridas de la última década. Tuvo algo también de repaso cronológico, lo cual estuvo muy bien porque escenificó su evolución, aunque no fue así estrictamente: el synth pop metronómico y y obsesivo de “Babel”, “Ballenas muertas en San Sebastián” o “Susúrrame” antecedió a ese bloque rock, mucho antes de que en la primera parte del bis brillase el pop descaradamente electrónico, en clave más disco funk, de “Huir”, “Preparada” o “Sirenas de mediodía”, prácticamente una reconversión (me recuerda un poco, salvando distancias, a la que operaron Dover a mediados de los 2000, sin ser tan drástica, desde luego) que plasmaron en aquel Ataque celeste (2020) que fue su canto del cisne, justo cuando la pandemia nos cortaba el ritmo a todos. Luego, las ya mencionadas “Floto” y “Vamos” para cerrar, y la sensación de que les echaremos de menos, ya no solo por los discos en sí sino por su condición de necesario verso suelto en la escena estatal.

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