SUSANA FORTES: Hace tiempo, en una entrevista solté una frase lapidaria: “El aburrimiento es la enfermedad de las parejas felices”-dije. Hablaba de Robert Capa y de Gerda Taro que nunca fueron felices, ni falta que les hacía. Ya tenían bastante con enamorarse mientras el mundo se despeñaba. La felicidad está muy sobrevalorada como las novelas de Michel Houellebecq. Además para qué iba nadie a querer ser feliz pudiendo ser cualquier otra cosa.
El otro día en un encuentro literario un lector me recordó esta deriva mía contra la gran aspiración universal de la humanidad
– ¿Qué tienes en contra de la felicidad? –me dijo, como si yo fuera una antisistema.
Y claro, me quedé pensando… A ver si iba a resultar que yo tenía algún problema personal y no lo sabía. A veces cuando me quedo pensando, tiendo a exagerar para que no se me noten las contradicciones.
Contesté una boutade: “Creo que la felicidad es la mayor máquina de matar del mundo”. Y me quedé tan ancha.
El tipo se rió y yo respiré aliviada. Pero no iba en broma. Los grandes conceptos son culpables de la mayor parte de los quebraderos de cabeza que nos parten la vida y nos dejan tiritando en mitad del patio. Hay gente que por culpa de la felicidad se mete en hipotecas a treinta años, funda una familia o prepara oposiciones a notarías y cosas todavía peores. Algunos catalanes de buena fe están convencidos, por ejemplo, de que van a ser muy felices si los gobierna un señor supremacista que desprecia cuanto ignora del Ebro para abajo. Otros en cambio están aterrados con la felicidad de provincias que se les viene encima. Si tu futuro es peor que tu pasado, mal asunto.
A mí me dices un matrimonio feliz y yo automáticamente me imagino a un señor y a una señora sentados en bata cenando un consomé, como en una novela de Galdós. La felicidad es una cosa muy del siglo XIX y de las primeras constituciones burguesas. El liberalismo económico identificaba su significado con la idea de prosperidad. Pero a día de hoy es un estado beatífico que sólo está al alcance de seres muy primarios o muy inocentes que creen que la vida es su perfil de Facebook o que Cataluña va a ser la patria donde se atan los perros con longanizas.
A mi la felicidad siempre me ha venido grande, la verdad. Prefiero modestamente la palabra alegría. Creo que tiene más profundidad de campo. Me parece más real, más efervescente, más contemporánea. Una emoción del siglo XXI, vaya. Las personas alegres brindan aunque no lleguen a fin de mes, pierden cosas, tienden a enamorarse de la persona equivocada, sueñan con sentarse en un sofá blanco y tomarse una copa al volver del trabajo con la reina de Saba, se ríen por no llorar. A veces miran por la ventana: la mañana nublada, los periódicos encima de la mesa. Y dicen: ¡Pues sí que vamos listos! La alegría es así. Un viaje de ida y vuelta como el invierno en París. Pero si prefieren tomarse un consomé, allá ustedes. Sean felices.