«Una película es un milagro. Hace falta el negativo, el positivo. La pantalla es neutral. La luz llega después.»
(Jean-Luc Godard)
Godard sabía muy bien que ni un conjunto de palabras garantiza un texto ni una reunión de imágenes da necesariamente una película. Después de preguntarse una y otra vez “qu’est-ce que le cinéma?”, fue el primer realizador que supo ver que el cine era algo más que las películas. Desligado de sus propias huellas, el cine acabó siendo un modo de contemplar el mundo, una lente autónoma que podría resistir eternamente y al margen de todo, incluso si perdiera el interés de nuestra mirada. ¿Acaso importaría? ¿No resulta rotundamente romántico seguir pensando que en estos tiempos de hastío el cine depende del público? Ahora que todo el mundo maneja cámaras, cuando se producen constante e incansablemente imágenes que nadie ve. Por fin reconocemos que el cine no amplía nuestra visión, confirmando todo lo que la obra de Godard venía anunciando desde finales de los ‘50. Ahora entendemos al cineasta que impuso un desorden calculado que trastocó el flujo armónico de las imágenes o agredió la invisibilidad de la forma. Sólo así podía animar nuestros ojos, vaciar y limpiar nuestras retinas.
Pero todo eso lo concibió antes de tiempo. Mientras tanto y por muy mediática que fuera su persona, su obra nunca estuvo de moda. En alguna ocasión Godard dijo que su mayor talento era vivir de películas que no dan dinero. Y lo cierto es que sus últimos films son un atentado en toda regla para ese espectador tocado por el síndrome de la alta definición. Antes de llegar a la sala no resultaba raro encontrar un cartel de este calibre: “El film que va a presenciar contiene algunas imágenes quemadas, rayadas o distorsionadas, el sonido, aparte de no ser sincrónico, tampoco le resultará coherente: sube y baja, va y viene. Pero no se preocupe, nada de ello se debe a la calidad de la copia o la labor del proyeccionista, así que relájese y disfrute el estilo libre de su autor: Jean-Luc Godard”.
En Le livre d’images (2018) sitúa los títulos de crédito finales 5 minutos antes de que concluya el film. El deseo de que las imágenes sigan circulando supera este punto final con la libertad que da no tener una historia ni un personaje cuyo destino importe. En completa oscuridad, sobre un fundido en negro sostenido, reconocemos su voz: “Incluso si nada fuera como habíamos esperado no cambiarían para nada nuestras esperanzas, seguiría siendo necesaria una utopía”. ¿Sabía Godard que iban a ser sus últimas palabras impresas en un film? Sin duda. Existe una conciencia testamentaria en muchos autores que viene reflejada en un bucle, fruto del deseo secreto de conectar una última obra con sus orígenes. Pongamos un ejemplo: cuando el monitor de la cocina de Eyes wide shut (1999) proyecta imágenes de Blume in love (1973), Kubrick está citando su ópera prima, Fear and Desire (1953), protagonizada por el director de aquélla: Paul Mazurski. Del mismo modo, si Godard sitúa en la cola del metraje unas imágenes del primer episodio de Le plaisir (1952) no es por citar a Max Ophuls sino por desembocar en el objeto de aquella primera crítica que escribió para Cahiers du Cinéma, la misma que fue rechazada por André Bazin, el primer designio en definitiva de un cineasta rabioso que sortearía cualquier tendencia, que sería perfecto ejemplo para todo cineasta disconforme con su tiempo.