ANNA ENGUIX: ¿A qué huele València en verano? Tengo un gran olfato, a decir verdad excesivo, y eso que en ocasiones fumo. Es un problema; los buenos aromas me pueden transportar a ciertas experiencias y fantasías, e incluso hacerme sonreír. Otros, literalmente, me dan asco; y podrían llegar a provocarme el vómito. ¿A qué huele València una noche de verano? Creo que tiene más sentido esta pregunta, porque la nocturnidad en esta ciudad, a pesar del Covid-19, sigue siendo profundamente sugerente, sensual, sorprendente y, en ocasiones, solidaria.
Me gusta la Plaza del Tossal, cuando el mar queda lejos. Te ubicas en ella y, en la noche, con un pequeño esfuerzo, las esencias penetran hasta el cerebro, lo que confirma que el olfato es el sentido que más memoria tiene. Este rincón de la ciudad es, en sí mismo, una metáfora, de todas las valencias posibles cuando el sol cae y la oscuridad impone su criterio. Es un rincón que genera confidencias y fidelidades, mediterráneo, con una urbanística que combina los monumentos clásicos, las fincas sin ascensor y, desde hace algún tiempo, esos cubículos para turistas temporales enganchados a las App. Huelo, y los olores emanan de esos lateros que se desplazan rápidamente con sus bicicletas, al acecho de cualquier persona sedienta. Tratándose casi de un ritual, se preparan para ofrecerte innumerables veces su magnífico elixir que por lo general recibe el nombre de “Steinburg”.
Olerá mucho peor unas horas más tarde, cuando cualquiera de esas latas toque el suelo y derrame los restos que se evaporarán con rapidez debido al calor. Huele a cerveza recalentada, que es un olor agrio. La noche valenciana en verano también huele a cuerpo sudado y, en algunas esquinas, a meado. Son muchos los jóvenes que con sus patines deciden hacer una pequeña parada en esta misma plaza, cada uno con su esperanza particular, cada uno con su adicción bien alimentada.
Es tarde, muy tarde, y la masa humana se enriquece con ancianos que todo el barrio del Carmen conoce, vagabundos reales y transformados, sin destino aparente, y rostros derrotados resistentes a abandonar el asfalto y volver a casa. Abandonar la noche valenciana es casi una traición. Todos ocupan un espacio que hace muchos años se encontraba compuesto por quioscos y puestecitos que todavía permanecen en la memoria de una anciana que suele conversar sin necesidad de presentación.
La noche de verano también huele a ese camión de la basura que se detiene delante del portal en el que te encuentras creando ficciones entre cálidas conversaciones, y a la marihuana que te obliga a separarte de la jodida mascarilla, con inquietud por si un policía te pilla y te multa, y a la fritanga de local donde te sirven un kebap cuando tu estómago, a esas horas, se despereza, y a la humedad del beso que buscas y que, a veces, encuentras y que también sabe a vodka mezclada con nicotina. También huele a noche, que es un olor perceptible pero complejo de explicar; porque lo contiene todo y nada, pero se identifica nada más levantas la nariz y aspiras. En la Plaza del Tossal.