CARLOS LÓPEZ OLANO: El nuevo cómic de Paco Roca habla de justicia, del doble silencio al que se somete a los muertos olvidados, y de exhumaciones que sirven no para abrir heridas, sino para cerrarlas. El abismo del olvido, escrito junto al coguionista Rodrigo Terrasa, cuenta la historia de una de nuestras heroínas de la memoria: Pepica Celda, que luchó toda su vida por conseguir sacar a su padre, José Celda, de la fosa 126 y poder enterrarlo junto a los restos de su madre. José fue fusilado después de una farsa de juicio cuando su hija tenía tan sólo 7 años. Cuenta Pepica a quien quiera oírla, que cuando fue a visitarlo el día antes del fusilamiento, le pidieron que no llorara. Después de eso ya no pudo volver a derramar ni una lágrima, y eso que tuvo unos cuantos motivos en su larga vida de represaliada por el franquismo.
Roca cuenta la peripecia de Pepica, su lucha por conseguir la exhumación, los motivos que llevan a los familiares a reivindicar la memoria de sus padres, tíos o abuelos. Esa pelea desigual contra la burocracia, contra las trabas administrativas, contra los que piensan que más vale no remover las viejas heridas, contra las ideas políticas preconcebidas. Y aprovecha la coyuntura y dibuja con trazo firme los pequeños y grandes heroísmos, algunos muy reivindicados, aunque nunca no lo suficiente: como el del enterrador Leoncio Badía, el maestro represaliado al que le dijeron: “Roget, ara soterraràs als teus”, y que trabajó en el cementerio de Patena en los años de plomo, cuando miles de republicanos fueron fusilados justo al lado, en el campo de tiro del Terrer. Badía se ganó el aprecio de las familias: en una época en la que parecía que la humanidad había desaparecido, el veló por honrar a los muertos forzados a caer en la fosa común: los enterró junto a botellitas con su nombre, entregó objetos de los fusilados a las familias, que en algunos casos pudieron despedirse de sus muertos, y los dispuso con dignidad en las tumbas de más de seis metros de hondo. Era un trabajo desagradecido y que parecía que nunca nadie apreciaría, pero que llamó la atención de los arqueólogos que han excavado las fosas en Paterna 70 años después. La hija de Leoncio, Maruja, tuvo la satisfacción de recoger la Medalla de oro de la Generalitat a título póstumo.
Hay muchos más protagonistas en esta historia: el historiador Vicent Gabarda, que fue el primero en investigar y documentar los fusilados y enterrados en el cementerio de Paterna; Matías Alonso, que ayudó en los trámites a la familia de Pepica; el periodista Vicent García Devís, que acompañó a su tía en su lucha para conseguir que su padre saliera de la fosa de la ignominia. La historia de José Celda acaba bien, y se convirtió en un ejemplo. Tuvo suerte, al final: la familia recordaba donde fue enterrado, Badía ayudó con su pequeño frasco, y la prueba de ADN por fin permitió que fuera identificado. Otros siguen siendo restos anónimos, o nadie los reclamó. La lucha por la memoria desafortunadamente no siempre obtiene resultados tangibles.
La obra emociona cuando recuerda estos crímenes olvidados durante tanto tiempo, que cuenta además con toda la sensibilidad que Paco Roca ha demostrado múltiples veces en sus viñetas. Lo hace empleando un código distinto, el de la novela gráfica, que llega a los más jóvenes. Con el lenguaje del color y del dibujo, Paco Roca convierte en personajes que no caerán en el olvido a las personas que otros quieren que olvidemos. Porque la ficción es más eterna que cualquier libro de historia, que cualquier crónica periodística. Y más empática, también.
Bienvenido sea este cómic, porque la recuperación de la memoria está en el trabajo que hacen los arqueólogos a pie de fosa, pero también en el de todos aquellos que contribuyen a que esta labor sea posible y difundida: luchando contra los obstáculos administrativos, contra los condicionantes políticos, o contra el olvido generalizado impuesto durante todos estos decenios de franquismo y postfranquismo.
La novela gráfica se publica además ahora, cuando nos asomamos de nuevo al precipicio, cuando los representantes políticos acabados de llegar no están por la labor de restañar las viejas heridas: porque de eso se trata. De recordar, para que las cicatrices por fin puedan cerrarse.