Ando desorientado con este Año Nuevo. Por una parte tenemos lo de siempre: sanos propósitos y buenos deseos. Por otra, la conciencia de que 2020 pasará a la historia como un año nefasto. Es un hecho que, a pesar de la mezquindad del ser humano y de la terrible banalidad del mal, de las grandes tragedias surgen algunas de las mejores caras de la sociedad. Por ejemplo, la de los aplausos de las ocho de la tarde, la oleada de solidaridad que pareció llenar cada rincón de nuestras vidas antes de dejar paso a las críticas. Y yo pienso –ya saben, cada tonto con su linde– en otras circunstancias adversas en las que atisbamos un futuro de esperanza y solidaridad. Por eso y porque también seguramente estoy imbuido de esos buenos deseos, hoy quiero escribir sobre una iniciativa que pasó, además, muy cerquita de mi casa, en Picanya.
Las colonias escolares fueron un invento de la República. Quisieron que los niños, de tres a catorce años, estuvieran lo más alejados posible del frente de la guerra y de los bombardeos. Los llevaron a la retaguardia, básicamente hacia el Mediterráneo. Fueron cerca de cien mil, muchos hijos de combatientes, de toda España. Y un puñado de ellos, llegó a Picanya. Aquí encontraron la infraestructura perfecta: els Horts. ¿Y qué es esto? Pues las casas imponentes que buenas familias de Valencia se construyeron para veranear, en el centro de los campos con muchas anegadas de naranjos que se habían plantado a finales del siglo XIX, principios del XX. En cuanto rascas un poco en nuestra historia reciente, sale un cítrico.
Bien, pues alguna de estas casas, la mayoría aún en buen estado de conservación, sirvieron después de que el Frente Popular las incautara, para alojar a los que huían de la guerra. Vinieron con profesores, que implantaron técnicas pedagógicas modernas, tal como nos cuenta Alfred Ramos, maestro, historiador, y de Picanya: aplicaban a Montessori y Freinet, los niños y niñas se separaban sólo para dormir, introdujeron la escuela al aire libre y la aspiración a una educación integral, entre otros muchos avances.
Pero els Horts no albergaron sólo estas escuelas solidarias para niños que huían de la guerra: en el de les Palmes, que aún se alza majestuoso rodeado de chalets modernos en la zona de expansión de Picanya, se instaló también el Grupo Femenino de la Residencia de Estudiantes. Huyendo del frente de Madrid, recalaron aquí, para formar la clase obrera intelectual, mujeres del futuro que pudieran ejercer profesiones vedadas por razón de sexo hasta ese momento. Nos lo cuenta la historiadora Cristina Escrivá: era una escuela que quería ser un faro, intentando cambiar una sociedad machista, y eran esas chicas las que iban a hacer esa revolución pacífica del amor y la cultura. Y en Picanya, a resguardo de las bombas, estuvieron hasta que la guerra acabó, y los sueños de vivir en un país moderno y vanguardista se acabaron de golpe. Y entonces llegó la Sección Femenina de la Falange, con su servicio obligatorio en el que enseñaban a las mujeres a sólo ser buenas madres y esposas.
Muchos años después, sólo nos queda recordar a esas mujeres, a esos maestros y maestras que una vez, intentaron construir mediante la educación un mundo mejor. Padecieron el exilio, la depuración, en algunos casos el pelotón de fusilamiento, sí. Pero al final, estoy seguro, ganaron. Y no olvidar ese tiempo, cuando esas casas modernistas de Picanya se convirtieron en un oasis de educación libre, pública y laica, es ayudarles a que sigan ganando. Y eso sí que es un buen deseo de Año Nuevo.