Y de repente, la polémica. Lo ha dicho VOX, a través de sus cuentas en redes sociales: “Derogad la Ley de Memoria Histórica, primer aviso”. Una orden en toda regla. O amenaza. La costumbre, si hablamos de la extrema derecha, no nos vamos a engañar ahora. Todo con motivo de una interpretación torticera de los hechos: los de Santiago Abascal, con la ayuda del PP y de Ciudadanos, han conseguido quitar la calle en Madrid a los socialistas históricos Indalecio Prieto y Largo Caballero. De nada ha servido la protesta de 250 profesores especialistas en historia contemporánea. Es la otra memoria, dice VOX. Suena a posverdad, ese concepto que esos partidos emergentes que han surgido por todo el mundo manejan tan convincentemente. Esa posverdad que no entiende de matices, y que ya saben que en estos tiempos locos, es como se llama a la mentira. La de toda la vida.
También Arturo Pérez Reverte, hay que reconocer su habilidad para estar en todas las salsas, ha mediado en la polémica. Todo con motivo de su última novela, ambientada en la Guerra Civil. La leeré, porque más allá de las descalificaciones y las boutades en redes sociales, considero que es un escritor solvente. Y porque retratar la cruda realidad de ambos bandos en la guerra, la brutalidad que se produjo a un lado y otro, es un sano ejercicio. Y no nuevo, desde luego: basta con leer a los maestros, como a Manuel Chaves Nogales, o al propio Arturo Barea. No nos confundamos, eso no es equidistancia. Son los matices. Ésos en los que hay que buscar la verdad.
De eso se trata la memoria. De oír, de prestar atención a los pequeños detalles. Y de no olvidarlos. Esta semana, por fin, el Ayuntamiento de Valencia ha puesto una placa en recuerdo de las presas políticas en la antigua prisión de la calle de la Pechina. Ahora es un colegio y los niños juegan en su patio. Y es en ese patio donde está hecha la foto que ilustra estas páginas: el fondo sigue siendo perfectamente reconocible. Las presas se llaman Consuelo Barber, Julia Martín y Angelita Sempere. Las tres miran a cámara, con ropa de domingo y con una sonrisa. Parecen simplemente unas amigas que posan abrazadas un día cualquiera de 1941. Pero lo cierto es que tenían por delante muchos años de seguir temiendo a la muerte, de palizas, de miseria y de condena dictada por un Tribunal Militar y que les impediría ver crecer a sus hijos. Y todo, por haber luchado por la libertad, por la legalidad republicana.
Fue un acto sencillo y simple, marcado por la COVID, que reivindicaba desde hace mucho un grupo de mujeres entre las que está Lucila Aragó. Lucila estuvo presa en la cárcel de mujeres a los 20 años, en septiembre del 75, y fue interrogada y torturada, mientras en España se producían los últimos fusilamientos del dictador. Ahora, esa humilde placa recordará a las tres mujeres de la fotografía, y a otras muchas que penaron en sus muros. Recuerden sus nombres: Consuelo, Julia y Angelita. Cada una con una historia, que vale la pena recordar. Y ésa sí que es memoria de la buena.