ROMAN GUBERN: El estruendoso aterrizaje de Spider-Man: Homecoming, de Jon Watts, nos ha recordado oportunamente que los cómics y el cine fueron dos medios prácticamente coetáneos, que se retroalimentaron muy tempranamente, como demostró la fascinante obra pionera del dibujante Winsor McCay. Luego, en los años treinta, sus héroes dibujados saltaron a seriales baratos, en los que las astronaves de Flash Gordon se hacían con precaria hojalata. Pero la técnica digital ha permitido las fantasías audiovisuales sin restricción, incluyendo guerras espaciales y utopías y distopías sin cuento. Y en el centro de este mosaico han destacado los superhéroes voladores, como Superman, Batman o Spiderman. Este último, interpretado en la citada película por Tom Holland, nació en el universo del cómic norteamericano en 1962 a partir de un pretexto singular. Su protagonista adolescente sufría la mordedura de una araña radioactiva, lo que transformaba su identidad, de acuerdo con el canon del personaje uniformado (con el aspecto fantasioso de un arácnido) y volador, metamorfosis que transmutaba su mundo natural de montañas y precipicios en el universo urbano de rascacielos, mutándolo en simas de hormigón y de acero. En algunos análisis críticos acerca del comportamiento del personaje se propuso que sus extravagantes y dinámicas poses al saltar entre los edificios reflejaba las inseguridades psicológicas propias de su etapa adolescente. Sus saltos y cabriolas ofrecieron, en efecto, poses de gran plasticidad y a veces con connotaciones identitarias. Pero cuando este personaje fue transferido a la pantalla desde 1977, su imagen en movimiento destruyó aquella plasticidad corporal que sólo podía ofrecerse en las viñetas. Y en esas seguimos.