CHRISTIAN PARRA-DUHALDE: El derecho a existir del individuo que se niega a servir a la sociedad, ha sido un tema que ha parido grandes ideas universales tanto expresadas en los textos religiosos, en la ética filosófica, en las doctrinas ideológicas, y en la ley, en definitiva. Todos ellos códigos existenciales y manuales de supervivencia que suponen el sacrificio individual para la perpetuación de la especie. Como en los mandamientos judeocristianos, las normas son universalmente básicas –occidentalizadas o no- y todas ellas relacionadas con el derecho a la propiedad, incluida, claro está, de la vida. Pero también del ejercicio de la libertad en demasiadas ocasiones enfrentada a las jerarquías y al orden en su lado oscuro, el autoritarismo. La discusión sobre la idea de libertad se vuelve a materializar en el experimento social de la pandemia, en la frontera que implica la obligatoriedad universal de la vacuna -antes aun de llegar a una vacuna universal libre de patentes- con un terreno asimilado a la soberanía personal. Más cuando los líderes son incapaces de las fórmulas de consenso que la experiencia de casi dos años de emergencia sanitaria debería haber diseñado, así como la mencionada vacuna universal que, de existir, habría evitado el movimiento antivacunas en su fundamento conspiratorio y que, de crecer, podría ser un ariete del caos.
El pasaporte sanitario (originalmente concebido para el seguimiento del virus que no para acreditar) ha devenido en el salvoconducto de homologación ciudadana consolidando, nuevamente, la idea de los unos y de los otros, que parece ser definición de origen de la Historia. Los no vacunados (es decir, los nuevos apestados a los que se cerca reduciendo su movilidad), aquellos que se han negado a integrar el rebaño sanitario desafiando al algoritmo, no son necesariamente sólo los negacionistas, autoinformados, anarquistas antisistema, paranoicos iluminados u oportunistas políticos, finalmente identificables por el volumen de sus alegatos, sino más bien un espectro social espejo de una amalgama de emociones contradictorias vinculada al descrédito político y de la gestión del poder de fin de época de una sociedad puesta en cuestión por la pandemia y sin definición a la vista. Algo así como un shock social postraumático, durante el cual sólo la duda es una constante, escenificando el lugar y momento propicio para el populismo y sus ambigüedades respecto a la relación del individuo con la sociedad en el debate sobre la propiedad y la autodeterminación personal tras la más sentimental militancia humanista y solidaria reclamada por la crisis vírica.
Ejemplo palmario de que la duda es un péndulo cuyo vaivén es humorable en el sentido de la inversión de la realidad y permeable a los estímulos externos más en estos tiempos de cambio sin cambios, un proceso político emblemático como el chileno ha visto alteradas sus previsiones según la lógica de los acontecimientos. La pandemia sorprendió a Chile en plena efervescencia social resultas de la cual se acordó plebiscitariamente la elección de una convención constituyente centrada en reemplazar la Constitución chilena impuesta en la dictadura de Pinochet en 1980 y modelo pionero de una administración neoliberal sin cortapisas diseñada en los laboratorios económicos de Chicago en USA como última vuelta de tuerca a la desaparición del Estado. En medio de este proceso de aspecto irreversiblemente transformador, con la convención en marcha y las ansias de cambio manifestadas, y con los ánimos aún exaltados por la cara violenta de la protesta, el país se enfrentó a unas elecciones cuyos candidatos ganadores para una segunda vuelta representaron a un país dividido en extremos enfrentados por definición, pero con las estadísticas a favor de quien representa no sólo la continuidad del modelo sino, además, la añoranza de la mano dura en detrimento de quien ofrece igualdad. La duda como categoría.
En estos días los chilenos votarán la definitiva con la sombra de los recientes resultados de junio en su vecino Perú con un gobierno ungido por décimas y, por ende, altamente inestable, y con la impronta de ser uno de los países top de abstención, quizás sean los chilenos que no suelen votar (más de la mitad, ya históricamente desde que se revocó la obligatoriedad y en la primera vuelta), aquellos que no disciernen la libertad en la ciudadanía ni se sienten servidores de la sociedad, quienes podrían decidir por el resto que no se pone de acuerdo.