CURRITA ALBORNOZ: Mi madre, la hippie, siempre me puso en guardia ante el mandato de género, esa losa que pesa sobre nosotras para que asumamos nuestro adjudicado lugar en el mundo. Pero lo cierto es que servidora nunca se ha llevado demasiado bien con el dichoso mandato. Más por despiste que por sus enseñanzas, lo reconozco. Esta Nochebuena, por ejemplo, me hice el firme propósito de preparar una cena especial. Nada del otro mundo, porque mi sueldo por horas no da para mucha nouvelle cusine, solo unas gambitas –congeladas, claro- para mi nuevo chico que me había prometido una botellita de Moët Chandon. Pero cuando Felipe VI apareció en la tele para darnos su discursito anual caí en la cuenta de que mi novio estaba a punto de llegar y que el suculento marisco seguía en la nevera. Total, que salí como una exhalación a descongelar las gambas.
En mi desesperación cocinera una cosa me llevó a otra y fue así cómo me acordé del drama que viven en Ringaskiddy. No con las gambas que en este pueblecito pesquero irlandés no creo que sean ningún problema, sino con los empalmamientos. La culpa es de la contaminación, que está convirtiendo en una pesadilla las vidas de sus vecinos desde que hace veinte años se instaló allí la empresa farmacéutica Pfizer, convirtiendo el lugar en el principal centro de producción de viagra. Desde entonces un extraño fenómeno afecta a los lugareños varones: se pasan la vida en una perpetua erección. Los vecinos achacan el caso a algún tipo de fuga en la planta, algo que la empresa, por supuesto, niega. Pero lo cierto es que en Ringaskiddy todos los machitos andan con el aparatito disparado. Hasta lo perros, que resultan todo un espectáculo verlos paseando por las calles del pueblo.
Al principio, el tema se vivió como una anécdota simpática, que atraía el interés de los periodistas y les regalaba más de una sorpresa erótica. Por no hablar de lo encantados que estaban algunos con este extraño poder que les asemejaba a los superhéroes de Marvel en versión sicalíptica. Tratándose de tíos, ya se sabe: sentirse los más machotes de la verde Irlanda, parecía un privilegio envidiable que no estaban dispuestos a cambiar ni por la pinta de Guiness mejor servida del mundo. Pero al final ir todo el día con el pito tieso imagino que tarde o temprano acaba por ser un incordio. Sobre todo si vistes vaqueros ceñidos, supongo.
Y es que no dejamos de ser animales de costumbres y por muy seductoras que puedan resultar algunas situaciones al final se acaba imponiendo aquello de que lo mucho cansa. Lo cual a su vez me recordó el caso de un anciano británico estudiado por Roy Levin, un experto en medicina sexual de la Universidad de Sheffield. Al parecer al buen hombre le diagnosticaron un problemilla de próstata que su médico propuso atajar con fármacos y el uso complementario de un estimulador anal para disminuir la inflamación. La sorpresa llegó cuando al aplicarse el masajeador comenzó a sentir unos orgasmos de tal intensidad como nunca antes había gozado. Más aún, no se sabe si por seguir rigurosamente la prescripción facultativa o por la afición que le despertó aquella sublime sensación, la cuestión es que la terapia se transformó en una adicción que le obligaba a llevar puesto permanentemente un preservativo para controlar sus eyaculaciones. Al final, aquellos orgasmos le llegaban en cualquier momento y situación, dejándole su actividad cerebral hecha un auténtico caos. Finalmente, para recuperar su normalidad, el hombre no tuvo más remedio que ponerse en tratamiento para desengancharse de tan excitantes masajes anales.
Ensimismada con estos pensamientos en la cocina, acabó pasando lo que tenía que pasar: se me fue el santo al cielo, las puñeteras gambas se me quemaron en la sartén, me llenaron la casa de humo y terminaron transformadas en un bocado intragable que arruinó mi Nochebuena. Conclusión: ¿debería obedecer a mi mandato de género y convertirme en una responsable ama de casa? Pues no, porque al soso de mi chico se le olvidó aquella noche el Moët Chandon. Así que en lugar de aprender a cocinar estoy más tentada en regalarle para Reyes uno de esos estimuladores anales y yo buscarme otro novio. O novia, claro.