De las penumbras de Grey al sombrío túnel de la desintoxicación. Es el tercer largometraje de la inglesa Sam Taylor-Johnson. Un chico en la veintena es carne de adicción. En ellas experimenta la danza y las heridas, la levedad, la euforia, la ira, la destrucción. Son los años 90. Suena R.E.M. Cocaina, crack, pastillas, ácido, alcochol, lo que sea. Su hermano decide internarle en un centro de desintoxicación y James, rebelde pero agotado, llega hecho un trapo. Lo que más llama la atención de esta película es su fragmentación, sus altibajos. Cuenta con momentos muy poéticos y envolventes, mientras otros parecen flojos y banales. El centro de rehabilitación está lleno de personajes extravagantes, que tal vez con la intención de evitar los clichés más mascados sobre el perfil de los toxicómanos y mostrar la variedad social que puede dar a parar en lugar como ese, está habitado por adictos inverosímiles.
Tiene pedazos de elevada elocuencia audiovisual y, sin embargo, muchas otras secuencias y decisiones de guion que desencajan por completo con el alcance emocional que podría tener la historia. La propia película te absorbe y te expulsa de ella por momentos, no quedando otro remedio que disfrutar de los trozos brillantes y hacerle poco caso a la paja que los rodea.