Si hay una exposición inquietante estos días en el IVAM es la del escultor Guillermo Ros, nacido en Vinalesa en 1988. Y lo es porque su visión sume en la perplejidad al visitante y en el espanto del horror invisible que nos rodea. Un escenario inefable y alegórico. Propone dos niveles bien distintos en los dos espacios de la sala del museo valenciano. Entras en una sala repleta de columnas cilíndricas, blancas e idénticas a las que jalonan el mismo edificio del museo. Pero no son iguales, están coronadas por materiales diversos, como tótems o iconos absurdos que no exaltan nada más que a ellos mismos y si extrañeza. No hay nada humano en esas esculturas. Solo frialdad incolora.
¿De qué habla este escultor? ¿Qué quiere decir con esto? El arte no tiene que explicar nada, solo mostrar. Lo posible y lo imposible. La en principio reiterativa y cansina profusión de columnas totémicas cambia de improviso si el espectador se aventura a subir las escaleras del primer piso. Ahí la tranquilidad casi aburrida de la primera fase se convierte en espanto ante la visión de diez ratas muy asquerosas concebidas como masas de barro salidas de la misma tierra, que se refocilan en el suelo inmaculado como bestias acabadas o en trance. Son bestias de destrucción. Y sus ojos ciegos aterran aun más que sus colmillos de acero de Damasco.
Las gárgolas gigantescas, salidas de algún infierno mental, se han dedicado a destruir a dentelladas las tranquilas columnas del principio que ahora aparecen rotas, derribadas, atacadas a mordiscos por unos monstruos que nos miran con ojos vacíos, ciegos, y con sus incisivos asesinos bien a la vista. Los expertos y críticos hablan de un combate contra la arquitectura tradicional. Un cuestionamiento. Se acerca al argumento del famoso mangaka japonés Ketaro Miura, muerto prematuramente a los 54 años y sus oscuras y terribles fantasías. El manga, arte contemporáneo de masas difícil de entender para las viejas guardias, pero muy presente en la cultura audiovisual de las nuevas generaciones del XXI. Y se cita a su obra, Berserk, por su protagonista, un guerrero que no podrá utilizar sus espadas en una estancia de columnas. El apocalíptico escenario de destrucción del segundo piso nos enfrenta a la lujuria, lo perverso, lo macabro, el mundo infernal. Y como guía contracultural, de violencia contra la misma arquitectura del museo en que se exhibe. La ironía trágica de la exposición asombrosa de Ros es el momento apocalíptico que vive el mundo en estos momentos por culpa de la pandemia. Esas ratas, esa arquitectura devorada, son también un símbolo del caos global y la posibilidad del pavor generalizado ante las catástrofes. Sean pestes o erupciones mortíferas. Sea pobreza o exclusión. Violencia en suma, de todos los colores. Es pues una muestra oportuna, pero no apta para cardiacos.
Con esta exposición del escultor valenciano, impactante y atípica, la nueva directora del museo, Nuria Enguita, muestra a las claras sus intenciones. Renovar y potenciar el arte más joven que se hace en el País. La misma Enguita ha declarado que la muestra de Ros “plantea el dialogo o más bien la batalla del escultor con y contra la institución, en varios niveles, tantos físicos como intelectuales, conceptuales o afectivos”. Ros es profesor de diseño de videojuegos en la facultad de Bellas Artes, es un escultor meticuloso que trabaja en Alboraia, pero su obra incita a hacer preguntas. Combate el mito de la belleza y muestra a las claras que el infierno está en la tierra.