Hubo un tiempo en que Paula Bonet gustaba de pintar con una mancha de color las mejillas y la nariz a los personajes de sus ilustraciones, algo que se convirtió en imagen de marca de la autora cuyos carteles eran robados de las marquesinas de los autobuses y arrancados de los muros de la ciudad, tal era la popularidad de la artista.
Seguramente, aún se la recordará durante mucho tiempo por ese corto periodo de su carrera en que la ilustración, entreverada con texto caligrafiado, sedujo visualmente a un gran sector del público que, desde entonces, reconoce sin dudar a Paula en tantas ilustraciones de ese estilo que pueblan publicaciones y locales (como en la Sala Russafa de València).
Paula, antes y después de ese periodo de ilustración -que, según confiesa, no le importaría abandonar como faceta artística- ha sido y es, sobre todo, pintora y, cada vez más, escritora. O, mejor dicho, cada vez más se hace indistinguible la frontera entre ambos medios de su expresión artística. Como ella dice, la pintura expresa aquello para lo que aún no hay palabras, mientras que sus textos se inundan cada vez más de la luz que le descubren sus hallazgos pictóricos. Hay que escuchar las historias de Paula mirando sus textos y leyendo sus pinturas.
Esas palabras aún por inventar describirían el mundo de las mujeres que el relato patriarcal les ha usurpado desde hace siglos. Hace más de un lustro, Paula empeñó su expresión artística en la exploración de ese universo que es incluso desconocido para las mujeres, pues han nacido y crecido bebiendo de un relato que crea una ilusión que conforta y satisface al hombre, pues la describe con respecto a él, pero que despoja a las mujeres de su esencia absoluta.
No es de extrañar, por tanto, que artistas como Paula, Inma Liñana o Leticia Izrego entre muchísimas otras, usen su propio cuerpo, sus experiencias personales -también las más dolorosas- como campo de experimentación artística. La exploración y descubrimiento de esos espacios que les son propios tanto por biología -cuerpo, menstruación, gestación, maternidad, aborto, menopausia- como por psicología y vivencias interiores no está exenta de riesgos.
Para muchas de ellas -y, en particular, para las tres mencionadas- esta exposición (en el sentido de mostrarse) supone también exponerse (en el sentido de ser vulnerables a la agresión). Y la agresión se cumple casi de manera ineluctable en forma de incomprensión (confundir la exploración de sí misma con la provocación o el narcisismo), de odio verbal, atentado a la obra, o acoso.
Paula ha ido llevando esta exploración desde el exabrupto nacido de la rabia en un primer momento, a la exploración reflexiva, calmada, profunda de sus últimas experiencias artísticas. A ella le gusta repetir la palabra “lugar” -llega a ser una coletilla- como punto de observación que descubre nuevas perspectivas, tanto para ella como para el espectador de su obra. Como tal, tuve ocasión de ver su exposición en La Nau de la Universitat de València hace unos pocos meses. Hube de volver dos veces más y leer (mirar) su libro “La Anguila” para llegar a vislumbrar el relato que Paula allí exponía y que tan coherente es con su recorrido anterior.
Uno de esos “lugares” a los que Paula se lleva y nos lleva es, curiosamente, al de la disolución de ella misma como artista reconocible, a la negación del estilo. La obra es el resultado de un proceso, un testigo de la exploración, no una meta predeterminada y alcanzada, algo que deja de ser suyo y de interesarle en cuanto la termina. Y, en La Anguila, Paula termina por disolver la obra -el proceso- en un “lugar” sin cuerpo y sin ruido en el que el dolor no existe o, al menos, no se le deja mostrarse.
Ya no veremos más caras dulces con las mejillas pintadas con manchas de colores. Pero veremos y leeremos hallazgos mucho más interesantes conforme Paula vaya dejando como balizas en su recorrido los testigos de la exploración que aún debe llevarle -y llevarnos- a lugares que no sabíamos que existían y a las que Paula quiere darles el nombre que se les debe.
© Carlos Martínez, 2021.