Él no lo sabe, pero cuando Martín Forés pinta un muro, la tradición de un pueblo fluye por su brocha señalando el futuro.
Hay que decir que Martín Forés es un artesano de los formados en el oficio, con un recorrido profesional y artístico tan de esta tierra en el que el aprendizaje de los arcanos técnicos del gremio corre parejo al desarrollo de la sensibilidad creativa y al de la innovación técnica que, generación tras generación, ahonda, ensancha y proyecta a nuevas dimensiones el saber hacer y el arte corporativo e individual de la profesión.
La profesión de Martín es, sin embargo, algo que roza el misterio, pues es un destilado de experiencias profesionales, artesanas y artísticas que hacen de él hoy lo que es, sea lo que sea. In extenso, Martín es muralista, pintor, rotulista vocacional, cartelista, maestro decorador y, sobre todo, apasionado vitalista. In intenso, Martín es valenciano: puro oficio y arte en ese orden.
El arte de Martín no es de salón. Su arte nace del oficio: precisa taller, materia, brocha gorda, grúa, sudor, músculo y mono. Martín transforma con sus manos y deja huella en lo cotidiano, en lo banal: muebles, paredes, escaparates, locales de ocio y -últimamente- grandes muros. Lo que nos lleva a concluir de manera provisional que Martín, por el momento, es muralista. Vaya Ud. a saber qué camino tomará a lo largo de la mucha vida que tiene por delante, es algo que esperamos ir descubriendo conforme se despliega el arsenal de inquietudes que encierra.
Claro, que en el devenir artístico de Martín tiene mucho que ver el intrigante poder de un ser tan conocido como enigmático, lustre de primera hora -con razón- de esta prestigiosa galería. MacDiego es un catalizador de libro de química de primero, una sustancia que en pequeñas cantidades acelera reacciones que, de otro modo, o no tendrían lugar o lo harían de manera muy lenta y que, lanzada la reacción, no deja rastro de su paso.
Lo que nos lleva al punto al que quería llegar desde el principio: el mural de Natzaret. No es el primero que hace Forés -obras suyas son el mural de Josep Renau en el barrio Sant Marcel·lí de València o el de Rojas Clemente en Titaguas; y, en una escala menor, el icónico mural de la Edad de Oro que hoy conoce una segunda juventud en el King Creole de nuestra Reme Maldonado, en el barrio de Ruzafa- pero el de Natzaret es, sin duda, un punto de inflexión en su carrera y en el de la historia del barrio y, por ende, de València.
En este mural confluye una alineación cósmica: la profundísima inteligencia de Paco Roca para compilar en un relato gráfico entrañable y luminoso el barrio que fue, pero cuyo recuerdo así evocado proyecta su identidad en el futuro; y el oficio de Martín en la ejecución exacta de una obra que deberá ser objeto de admiración para generaciones futuras. Pero nada de esto sería sin que MacDiego hubiera ido intrigando de por medio, ejerciendo él su oficio catalítico disfrazado de diletante iconoclasta, aunque siempre arrimando ascuas a las mejores sardinas.
La diferencia entre un muro decorado y ese mural de Natzaret que conecta la memoria de un barrio con su futuro está justamente en ese punto crítico en el que oficio, arte y empresa confluyen en las proporciones justas que traducen materia e ideas en identidad y símbolo. Una obra que hacemos nuestra porque nos retrata y nos define. Y porque nos gusta con locura.
Cuánta Valencia en un muro.