Estamos en la era de internet, de hacer películas con los aparatos que llevamos en el bolsillo para llamar. Según Haneke, Internet es la nueva religión, y una manera de tenernos incomunicados y ausentes de lo que ocurre a nuestro alrededor fuera de la pantalla; las tres dimensiones de la vida real pasan por nuestro lado mientras miramos videos de YouTube. En el film, tras esos primeros planos grabados con el móvil y en posición vertical- en un intento de parecer moderno- , pasamos al derrumbamiento de unas obras que predicen lo que vamos a ver a continuación.
Haneke sorprende una vez más con una obra fiel a su estilo sobrio pero que habla de temas que siempre ha plasmado en su cine. Obsesionado con las relaciones personales y la familia, en Happy End conocemos a una de clase alta cuyos miembros viven en la más absoluta incomunicación, aislados en sí mismos. El egoísmo puro de la clase burguesa que mira hacia otro lado cuando les hablan de refugiados y de una crisis que ni les ha rozado. Como suele ocurrir con el director austriaco, el espectador es sujeto omnipresente, pero ausente y externo de lo que les pasa a sus personajes. Aquí, un reparto coral encabezado por Isabell Huppert – pero solo en los créditos, esa niña roba el protagonismo a todos-, con unos personajes planos, cuyas acciones son siempre las mismas, y nosotros nos limitamos a ver lo que ocurre, impasibles.
El problema es cuando parece que no pasa nada o lo que pasa ya lo hemos visto anteriormente con su propia firma. Asistimos así a temas universales que nos plantea, como es la muerte -de nuevo- como parte de la vida, con una frialdad tan característica suya que se transmite desde las imágenes, con la puesta en escena, el carácter abrupto de cada personaje y la luz neutra de cada plano. Tanto es así, que nos cuesta mucho encontrar algo de humanidad en Happy End, incluso algo que nos interese o nos invite a participar. Su propio carácter como autor parece que juega en su contra, con un frío Haneke que vuelve tras la brillante Amor.