La primera vez que Fernán Gómez murió, lloré desconsoladamente su heroico sacrifico durante aquella niñez en blanco y negro con películas como “Botón de ancla”, la de 1948, que aún se reponían con profusión en la tele del régimen en los años sesenta. De los aguerridos galanes que protagonizaban la infumable ristra de topicazos castrenses, solo retuve la figura del larguirucho simpaticón cuyo genio tanto habría de agriarse durante su larga trayectoria vital y profesional.
Porque, admitámoslo, cuando Fernán Gómez se ponía serio en aquellas películas de juventud, todo el mundo sabía que la cosa no iba de veras, que pronto le saldría la retranca zumbona. Y no porque Fernán Gómez no fuera un buen actor, que siempre lo fue -no en vano pertenecía a la estirpe de María Guerrero, su abuela y quien se opuso al matrimonio de sus padres-, sino porque Fernán Gómez, con esa estatura y ese pelo claro tan poco ibéricos, encarnaba personajes de naturaleza alegre y bondadosa, algo patosos y, por ello, siempre fáciles de querer.
Fernando Fernán Gómez siempre jugó al despiste: limeño de nacimiento, argentino de nacionalidad, español de adopción, se llamaba en realidad Fernando Fernández Gómez y ya mostraba maneras cuando decidió que su nombre artístico sería apenas un parco apócope de aquel con el que fue cristianizado. Algo musical debió detectar en pasar del rotundo y normalizado octosílabo al extraño, primo y exótico heptasílabo. Seguramente, pensó con razón que, manteniendo el Fernández, su nombre para la posteridad hubiera sido un vulgar Fernando Fernández, pero que con el recorte minimalista se convertía por necesidad en una especie de apellido compuesto que no lo era pero que nunca nadie osó disociar: Fernandofernangómez.
Este Fernangómez así constituido, fue siempre un eterno optimista en una España de rigideces, peligros y estrecheces de todo pelo. Allí iba Fernangómez, muchas veces con su inseparable Analía Gadé en aquellos años en los que había que salir adelante pese a todo y así lo veía el ojo del precoz director que ya habitaba en él (“La vida por delante” y “La vida alrededor” son dos excelentes ejemplos).
Los que tenemos una edad y pudimos ver crecer, evolucionar, revolucionar e involucionar al actor, escritor, guionista, dramaturgo y académico veíamos con estupor que la vida no parecía haberle tratado bien y que todo le molestaba. Lo vimos en el personaje viejo, agriado, aunque enamorado de su profesión de cómico de la legua de su “Viaje a ninguna parte” en el que trataba de “zangolotino” al personaje de Gabino Diego, quien bien pudiera haber encarnado él mismo de joven, siendo, igual que Gabino, un mozo desgarbado y pelirrojo, por medio del cual se reía de sí mismo en un retruécano literario temporal.
He aquí, pues, que el genio de Fernandofernangómez, pasó inadvertidamente a convertirse en el mal genio del susodicho señor. Los indignados, qué duda cabe, despiertan simpatía porque nos representan en la frustración de quien se ve impotente ante la injusticia, real o percibida. En esto, Fernangómez enarboló banderas que muchos seguimos. Pero también admitiremos que los malhumorados no son simpáticos, porque siempre podemos devenir, sin apenas darnos cuenta, la diana de su ira incontrolable. Que se lo digan, si no, al pobre caballero que fue el objeto de la famosa rabieta de nuestro héroe a quien tan insigne compatriota le envió, no una, sino varias veces, “!!a la mierrrrda¡¡”, con esa esa dicción, esa voz impostada, grave, proyectada y perfecta de quien ha ordenado asaltar castillos, declarado amores, votado a bríos y declamado a los grandes clásicos sin despeinar un pelo de su pelirroja y rebelde melena.
La última vez que Fernando Fernán Gómez se murió ya no le lloré tanto, porque era un señor mayor y malhumorado, pero se removió en mí el recuerdo de aquel insensato optimista cuyos gestos adustos -todos lo sabíamos- no eran más que una inocente impostura, una sombrita pasajera que escondía una sonrisa franca de quien ve la vida por delante y alrededor llena de oportunidades y de cosas buenas por disfrutar.
Al final -ley de vida-, se fue el malgeniado a la mierda, el lugar a la que tan alegremente enviaba a hordas de ciudadanos más o menos inocentes un día sí y otro también. Pero ahora, cuando ya estaría cumpliendo sus 100 añitos de vellón, se nos ha quedado el poso de quien, visto lo visto (bastardo por maldición, cómico de profesión, autor por devoción, zangolotino por alusión, académico por designación y anarquista de corazón), sin duda fuera un genio, pero uno que apenas controlaba ya al final de sus días su pegajoso mal genio.
Ya saben que mal genio y figura, hasta la sepultura y que no hay mal genio que cien años dura.