Cartelera Turia

Invierno cogido con alfileres

 
El sector de la música sigue pendiendo de un hilo, ansiando una reactivación que se intuye más lenta de lo previsto

Nadie tiene claro lo que va a pasar. La incertidumbre es el peor enemigo de eso que llaman “los mercados”. Y el mercado de la música pop y rock, de la música popular en cualquier estilo imaginable, es como cualquier otro. Tan volátil, o quizá aún más. Cuando vienen mal dadas, parece que la cultura es lo primero de lo que se puede prescindir. Tras la primera ola, esta segunda no ha hecho más que acrecentar el miedo a nuevos contagios. Poco importa que, según las estadísticas, tan solo se haya registrado un solo brote desde marzo hasta ahora en un evento cultural en todo el estado, la menor tasa de incidencia de entre todas las actividades regladas o conocidas de las que se tienen estadísticas medianamente fiables. El desánimo prende incluso entre los propios músicos: hace solo unos días, el alemán Nils Frahm me confesaba por teléfono que no cree que, en tiempos de crisis como estos, generar nueva cultura sea relevante. Que nadie va a necesitar un nuevo disco, un nuevo libro, una nueva película o una nueva obra de teatro, porque la gente está ya a otras cosas. Es profundamente revelador, y bastante desasosegante, que un músico de renombre internacional que está de promoción de su nuevo disco – aunque sea una grabación en directo, como es el caso – te diga eso. Que quizá sea mejor, en cualquier caso, refugiarse en esas grabaciones que ya acumulan décadas de polvo, y que ni siquiera en un par de vidas completas seríamos capaces de asimilar. Mira uno a su colección de cedés y vinilos y empieza a preguntarse si, dentro de unas décadas, tendrá sentido seguir amontonándolos en las estanterías. ¿Habrá algo de desánimo covídico en todo esto?

Al desaliento se une también el desconcierto ante cada nueva tanta de medidas. Se entiende, se asume, que nadie llega a un gobierno municipal, autonómico o estatal con un manual de gestionar pandemias. Pero es como si nadie tuviera claro qué hacer con la cultura. Como si fuera esa patata caliente para la que no hay ningún plan. La última edición de la Fira Trovam – Pro Weekend, en Castellón (cuya celebración, con todas las medidas de seguridad pertinentes, e incluso más, fue acogida diariamente como “un milagro”), escenificó una enorme paradoja. El mundo al revés, al menos tal y como lo contemplábamos hasta hace bien poco: un puñado de músicos catalanes punteros – entre ellos, Maria Arnal i Marcel Bagés – ávidos no solo de poder estrenar sus nuevos discos sobre esos escenarios que les han estado mayoritariamente vedados en su tierra hasta ahora, sino también deseosos de poder tomarse una cerveza y un bocata en cualquier bar pasadas las diez de la noche. Todo lo que allí, donde pasear al perro a la hora de la cena ha sido últimamente deporte de riesgo, no han podido hacer. El sur como nueva tierra de promisión, aunque solo sea durante unos meses. Quién iba a decirlo. Han vuelto a abrir las salas de conciertos en Catalunya, pero sin posibilidad (como aquí) de abrir sus barras y al menos rentabilizar la apertura y compensar la merma en recaudación por las limitaciones de aforo con las consumiciones del personal. ¿Consecuencia? Todo el mundo al bar de la esquina, no importa que esté a reventar, mientras la sala permanece semivacía, en el mejor de los casos. La historia resulta familiar: ya la hemos vivido por aquí en alguna sala. Es rocambolesca. Y los promotores siguen coleccionando aplazamientos. De septiembre a noviembre, de noviembre a enero. Las licencias para los espacios de música en directo son víctimas de la siempre lenta burocracia, sí, pero tampoco se advierte ánimo de solución. Mientras, en Taiwan ya se celebran conciertos para varios miles de personas, aunque sea con la mascarilla puesta. Lo más parecido a la normalidad. Sí, es otra cultura, para bien y para mal.

Mientras tanto, y en espera de que llegue la ansiada vacuna (sea la de Pfizer, la de Moderna o la de Oxford), mientras la infodemia del virus nos deja exánimes, sin ganas siquiera de encender el televisor salvo para ver alguna serie de Netflix (ya es que cuesta lo suyo hasta ver El Intermedio), nadie sabe qué pasará con la música en directo por aquí en unos meses. Ni si viviremos otro verano de absoluta sequía por lo que concierne a las grandes citas, que tiene todos los visos de ser así. Ojalá nos equivoquemos. O a las pequeñas, vaya, que el panorama de las salas de conciertos, la base de todo esto, tampoco pinta precisamente bien. De momento, se anuncia a bombo y platillo (y es lógico) la apertura del Casal España Arena – corramos un tupido velo sobre el nombrecito: aquí siempre hemos estado per a ofrenar – para 2023, ese recinto que teóricamente volverá a situar a la ciudad en el circuito de conciertos internacionales masivos. Y está muy bien que así sea, será algo digno de celebrar, pero nadie sabe con qué panorama nos vamos a encontrar de aquí a entonces.

Una nota para la esperanza, eso que siempre nos queda: a uno le cuesta recordar un año tan creativamente fértil, tan rebosante de discos brillantes – aquí, allí y más allá – que este 2020. Para parar un tren. Un broche de optimismo a tanta grisura. Que no se diga.

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