DANIEL GASCÓ: Emocionalmente inestable y nada convencional, así se definen los personajes que Jeanne Moreau encarnó a lo largo de su dilatada carrera. Al principio despuntó como musa de la nouvelle vague, lo que la instalaba en el planeta cine. El mismo año en que François Truffaut la inmortalizaba en su tercer largometraje, Jeanne acudía al rodaje de un filme de Godard, Une femme est una femme (1961) para hacer un cameo. En una breve secuencia de ese experimento musical, Jean-Paul Belmondo la abordaba en un bar y le preguntaba: “¿Cómo va Jules et Jim?” A lo que ella contestaba con el título de otro film, el mismo que ambos habían protagonizado un año antes: “Moderato”. Moderato Cantabile fue su primer contacto con la obra de Marguerite Duras, amiga íntima con la que compartió penas de amor, lecturas y películas. En un debate sobre la “condición femenina” publicado en 1965 en las páginas de Le nouvelle observateur, la escritora le hacía la siguiente observación: “Jeanne, ¿no resulta contradictorio que ambas tengamos casa? Jules Dassin y Melina Mercouri llevan 10 años en hoteles. Nunca tuvieron piso. Han elegido vivir como amantes, mimar constantemente su conyugalidad, mientras que nosotras dos tenemos
casa y estamos solas”. Moreau, sin embargo, no perdió el tiempo: se sabe que tuvo un romance con el actor, Lee Marvin, el diseñador, Pierre Cardin y los cineastas, Tony Richardson y Louis Malle. Se casó tres veces, siempre por periodos muy breves, la última vez a finales de los 70 con William Friedkin. Jeanne Moreau es una actriz que supo envejecer. Peter Brook dijo de ella que aceptaba simplemente la vida, y cómo ésta iba pasando por encima de ella. Bertrand Blier le brinda la escena más memorable y brutal de Los rompepelotas (1974). Hartos de compartir a una jovencita Miou Miou, que no siente nada, Gerard Depardieu y Patrick Dewaere tienen la genial idea de plantarse en la entrada de una cárcel de mujeres, en busca de alguien que gima. A su salida, una Jeanne Moreau de 46 años es agasajada. Pero la llevan en coche a comer y vomita a la vuelta. Pagan una habitación de hotel, le hacen el amor, viven una experiencia plenamente satisfactoria, pero a la mañana siguiente, ella se levanta, busca su bolso, saca una pistola y se dispara. Siempre dijo que lo de actriz nunca fue un trabajo, sino un don que había recibido. Louis Malle afirmaba que podía resultar casi fea y 10 segundos después encontrarla atractivísima. Pero esa cualidad de ser siempre ella misma, ser tan auténtica en imagen, superaba con creces las quejas de algunos directores de fotografía que se veían forzados a aplicarle mucho maquillaje y un buen foco de luz bajo el pretexto de que no era fotogénica. A diferencia de Brigitte Bardot, no era una chica de póster, una fantasía para adolescentes o una mujer inventada por los hombres. Su misterio, su yo inaccesible, residía en esa impresión de madurez que dejaba tanto en la vida como en la pantalla y esa libertad autoimpuesta. Ella solía explicar que cuando actuaba era el personaje y en cuanto decían corten volvía a ser ella misma. El secreto de actuar no es una cuestión de autenticidad. Trabajando con Truffaut cogió gusto al doblaje. “En ese caso – cuenta la actriz- los actores refunfuñan preocupados porque no van a encontrar a posteriori el mismo tono. Yo, sin embargo, considero que te ofrece la oportunidad de ir más allá. Como si la veracidad de la actuación no tuviera que ver con la creación. Como si actuar no fuera una mentira”. Además de interpretar en cine y teatro, dirigió tres películas, fue cantante y presidenta del Jurado de los festivales de cine más prestigiosos. En 1994 fue la única actriz francesa merecedora de una retrospectiva en el MoMA. Pudo ser la Sra. Robinson de El graduado (1968), que interpretó Anne Bancroft,
aduciendo razones ersonales. Lo cierto es que la vida intensa de esta hermosa mujer, para bien o para mal, se interpuso en la elección de sus trabajos perdiendo papeles muy importantes. No fue tampoco la enfermera malvada de Alguien voló sobre el nido del cuco ni la partenaire de Kirk Douglas en Espartaco. Sin embargo, nunca paró. Pudimos verla recientemente en una película deliciosa, Una dama en París (2012), donde bordaba el papel de una vieja estoniana intratable, malhumorada, que se iba ganando progresivamente nuestros corazones a medida que descubríamos su vida privada. Ese mismo temperamento que la mantuvo viva le valió el sobrenombre de la Bette Davis francesa. El brillo de su figura se extiende a lo largo y ancho de la historia del cine, como en esa película terminal, Querelle (1984) donde Fassbinder la rodeaba de belleza masculina en un clima abiertamente homosexual, mientras entonaba Each man kills the thing he loves. Efectivamente, ahora que nos llega la noticia de su muerte tranquila, causada por razones naturales y sabemos el enorme poso que deja, podemos certificar que la paradoja de Fassbinder es cierta. Los hombres absurdamente destruyen aquello que aman, pero difícilmente olvidarán a una mujer como Jeanne Moreau.