Algunos de los viejos colegas de la contracultura setentera valenciana no quieren acordarse de sus años de excesos. Cuando les dices, “¿Te acuerdas de que estuvimos…?” Salen corriendo o miran para otro lado. Para ellos su papel transgresor de aquellos tiempos es como tener un muerto en el armario que no quieren sacar ni a tiros. Aquel tiempo de “vivir la vida al instante, liberados del culto al trabajo como hombres unidimensionales” (Alexis Racionero) no es para ellos. Se niegan a recordar los dadaistas espacios y encuentros en donde la transgresión fue norma. Son los arrepentidos. Y viven como un calvario que se les recuerde la época de las melenas y lo mal que les sentó el primer ácido. Para otros, por el contrario, ese pasado pasota es un orgullo, han sacado del armario el espíritu de la rebelión para incorporarlo a su vida cotidiana. Los viejos tiempos son un estimulo para afrontar el desierto tipo Mad Max que vivimos ahora. Tiempos de borracheras sin sentido. De pandemia anticultural.
Pongamos el año 1972, en el que se publica el disco Hunky Dory, de David Bowie, y cuatro notas a bordo lo escuchan a todo volumen a bordo de un 124 crema, rumbo a Paris a visitar a un exiliado amigo; evocar la euforia de los viajeros escuchando esa obra maestra de Bowie y pasándose un porro de hachís mientras cruzan la frontera de los Pirineos es un bello recuerdo. Pongamos 1973 y veamos cómo se apretuja una masa de jóvenes perfumadas de pachuli para escuchar en un garito oscuro a la banda La masa gris. Guitarreo y birras. Y mucho antes de que las instituciones se ocuparan de financiar la cultura y quitaran así la espontaneidad de la improvisación. Esas historias están por escribir aquí. José Antonio González Alcantud, lo ha hecho en Barcelona publicando un libro, Europa y la contracultura, con entrevistas a los protagonistas de la orgia perpetua, la fiesta interminable que anunciaba el fin de la dictadura. Los mágicos y desconocidos cinco primeros años de la década setentera, la juerga ante el inminente final de la Bestia. La fiesta clandestina que no interesaba a la policía muy ocupada en perseguir comunistas. En esta ciudad es difícil reconstruir un tiempo como aquel. Muchas de sus primeras figuras han muerto y los que quedan no quieren saber nada de sus golferías.
Paseaba por la calle Pinzón estos días. Había un hombre limpiando con primor la fachada de un local legendario, el Christopher Bar Lee. Hoy con el nombre reducido de Christopher, a secas, convertido en coctelería selecta. Es Vidal Ruedas, que se quedó el local por el 77, cuando sus creadores lo dejaron correr, los mismos de Capsa13. Me acerqué al hombre que limpiaba y al ver como oteaba curioso el interior del local, me invitó a entrar. Bajamos las escaleras del coqueto local estilo cabaret, que yo no visitaba desde hacía siglos, emblema de la vanguardia de los setenta y mi sorpresa fue comprobar cómo Vidal ha mantenido la decoración interior tal y como estaba cincuenta años atrás. La mirada de la Dietrich con las piernas cruzadas y su vestido de bailarina en la película El ángel azul; el satén rojo de las cortinas donde se estrenó la película Bram Blood Stoker, de Rafael Gassent, en 1972, ante un grupo de alucinados jóvenes; los pasamanos dorados y barrocos, las cretonas del estilo Montesinos; el aire a salón de music-hall, refinado e incitante, seguía allí como si el tiempo no existiera. La clientela ya no es la misma pero el escenario es inmutable. Y el poeta Martin Gómez- Ullate escribe: “Venga pronto una vacuna de veras/ que me haga de tal modo vomitar/que expulse de mi este velo abominable/del monstruo de la normalidad”.