Mi amigo Eugeni me envió un link milagroso con la secuencia de la escuela de Amarcord, de Fellini. Durante los diez minutos que dura no dejas de reír con ganas y cierta nostalgia porque esas escenas parecen calcadas de lo que aquí acontecía en los años de la dictadura franquista, secuela funesta, como es bien sabido, del fascismo italiano. Mussolini reina en la pared de esas aulas de la película igual que Franco colgaba de las nuestras. La visión hilarante de aquellos docentes me llevó directamente a evocar la colección de profesores ( las profesoras eran casi inexistentes) inauditos, estrafalarios, funestos, del Instituto Luis Vives.
Allí llegó el que esto escribe en la década de los años 1960, aterrado ante lo que podía pasar. 900 chavales, muchos hijos de republicanos, porque el resto de la enseñanza estaba en manos de los curas. En el claustro de ese edificio, que todavía se conserva en perfecto estado, nos hacían formar en fila de a cuatro al empezar la jornada frente a las tres banderas, la nacional, la de falange y la requeté. Era una época en que la enseñanza estaba radical y perversamente segregada. Los chicos en el Luis Vives y las chicas en el San Vicente Ferrer. El elenco de maestros daba para todos los gustos. El profesor de matemáticas era un fascista recalcitrante, autoritario y con mucha mala leche, que pegaba tortas a mogollón.
En contraste, el profesor de una asignatura llamada Formación del espíritu nacional, que llamábamos política, ostentaba unas maneras bondadosas, untuosas, para lanzar sus proclamas falangistas en clase ante el aburrimiento general. Era un cómplice del sistema y fue recompensado en la democracia con un cargo en el ministerio de educación socialista. Tiene sus bemoles pero así fueron las cosas.
Omitiré los nombres de los profes, aunque todos ellos deben estar a estas alturas en el seno de los justos pues, con muy pocas excepciones, aquellos maestros eran auténticas antiguallas. No había profesores jóvenes. Ni uno. Como es sabido, a los buenos los habían fusilado, encarcelado o exiliado. Así que los profes eran personajes de película a lo Jerry Lewis. El catedrático de inglés se presentaba en las clases con monóculo, botas de montar y una fusta, como recién llegado de una batida para cazar rojos. Era el autor del libro de texto que estábamos obligados a comprar. Textos lúgubres, sin color, de letra pequeña, que daban ganas de llorar solo de verlos. El profesor de física y química, un anciano farmacéutico muy tronado, se dedicaba a escribir formulas interminables, inextricables, en la pizarra y cuando se le acababa el espacio continuaba pintarrajeando fórmulas por las paredes del aula. El de literatura se pasaba la clase sentado en la tarima y escondido tras un periódico, ajeno por completo a la clase.
En Semana Santa, no había clases, pero nos obligaban a dar vueltas al claustro de columnas, cantando salmodias penitentes. Los más rebeldes escapábamos por la puerta de la calle Xàtiva para encontrarnos con las alumnas del Ferrer y jugar con ellas a médicos. El cura de religión era el más borde de todos y se dedicaba a contar chistes verdes. De aquel alumnado sufridor, que no aprendía casi nada, en un bachiller inútil y memorístico, con profesores cínicos y obedientes, a la fuerza, con las directrices de la dictadura, han salido hasta ministros. La tropa del Luis Vives en aquellos años de plomo estudiaba atemorizada por el castigo. El siglo nuevo trajo al Vives la ya legendaria Primavera Valenciana. Gran movida que los viejos alumnos contemplamos con admiración y esperanza. El Luis Vives, donde estudiaron Max Aub y Blasco Ibáñez, sigue esperando un Fellini que narre sus trapisondas.