Sara lloró a raudales en la entrega de los Premios Goya de Málaga. Quien lo iba a decir. Sus nocturnas lágrimas las provocaba su amor por el cine y sus protagonistas, las emociones ajenas; también la vida en toda su dimensión, frente a la muerte, ahora tan a la vuelta de la esquina. Para ella el cine forma parte de su vida cotidiana, tanto como el café del desayuno. Y Sara llora cuando vuelve a ver en las tardes tediosas de televisión las viejas películas de los años cincuenta y sesenta con su estética nostálgica y sus colores desvaídos. Aunque sean malas, le evocan un aire fresco de juventud.
Sara lloró de gusto leyendo Noruega, la magnífica novela de Rafa Lahuerta Yúfera, recién publicada. Entró en su corazón el recorrido sentimental por la ciudad histórica, las calles, callejas y plazas en donde ella misma vivió su infancia, como la calle Corretgería. El dédalo de un callejero guardado en la memoria como un tesoro, pese al deterioro y su creciente desaparición. Pepe lloró de alegría cuando su equipo se recuperó en la clasificación y contradijo así ese mantra machista que les decían a los niños de que los hombres no lloran. Lloran y mucho, solo que les malenseñaron a reprimirlo. Se puede llorar por dentro, sin derramar una lágrima. Como ese gesto incierto, ligeramente afligido, de Robert De Niro en sus películas. En el cine se aprende a llorar a gusto en la oscuridad.
En ocasiones, Sara llora en el teléfono cuando le cuenta a un amigo que su hijo no la visita, pero ese es otro llanto. Ahora, y con todo lo que cae, la gente no llora, al contrario, disfruta de la posibilidad de la alegría que es comunicarse con los demás tras la reducción gradual de las odiosas limitaciones que impone la pandemia. La muerte a la vuelta de la esquina. Un miedo azuzado por los medios de que machacan al mundo informando de la tragedia y sus injusticias. Y más allá de las alharacas políticas y el cruce de reproches y descarados sensacionalismos, la esperanza palpita en le deseo de recuperar el contacto humano, poder abrazarse y llorar mucho de alegría. Y le digo a Sara que el llano es tan liberador como la risa. Y lloro con ella para que sepa que lo que los decían a los niños era un cuento malvado. Quizás es ahora que toca a los hombres llorar y a las mujeres reír pues su revolución por la igualdad no hay fuerza ni humana ni divina que la pare. Ellas han demostrado que tienen muchas cosas que enseñar a los varones soberbios y crecidos ante el espejismo de su prepotencia. Una losa patriarcal que se resquebraja sin remedio. En estos meses de oscuro invierno el cielo también lloró, pero esta vez sangre, escenificando una colosal metáfora sobre la distopía alucinante que nos toca sufrir, y llorar. Lágrimas de sangre sobre la dura existencia. Se puede aprender a bailar, a escribir, pero para poder disfrutar y sortear dificultades hay que saber llorar. Aquellas lágrimas resbalando por las pálidas mejillas de Sara, frente a la fiesta de los Goya, eran un bálsamo natural que limpió de penas su corazón. Los servidores públicos harían bien en llorar de vez en cuando ante su audiencia, para mostrar su duelo y no mantener ese talante marcial y grave que les caracteriza. Lo hacen algunos pueblos primitivos del Pacífico, más listos que nosotros. Hay una divina canción de los primeros Stones, de 1965: As tears go by, que dice: “Me siento y veo a los niños jugar/haciendo cosas que solía hacer/ellos piensan que son nuevos/me siento y miro/ mientras las lagrimas caen”.