Cartelera Turia

LA DELGADA LÍNEA ROJA: SALTIMBANQUIS

ABELARDO MUÑOZ: Cuando por fin se haga realidad la milenaria muralla árabe que el Consistorio quiere poner en valor en un cuento de nunca acabar,   podremos decir con propiedad  que Valencia regresa al Medievo. Y no será tanto por la muralla, descuartizados sus lienzos y desaparecidas sus torres por la negligencia urbanizadora de nuestros expertos del diseño, sino por la creciente presencia de los saltimbanquis que cada jornada amenizan el centro histórico. Con buenas intenciones los ediles responsables han puesto sensores en las calles clave para detectar el volumen de los cortejos turísticos. En realidad ese fenómeno se puede contemplar a simple vista. Sin tanto gasto bastaba un funcionario que los contara, pero esta nueva legislatura municipal nos depara medidas de circo Price. Ese recorrido viral es el mismo que, antes de la ola de cruceristas plastas, realizan los valencianos sin chalet en sus fines de semana. De la plaza del Ayuntamiento a las torres de Serrano pasando por la calle San Vicente, La plaza de la Reina, la Seu y la calle de los caramelos, la del Palau de los Borja, que ya no tiene casa de los caramelos. Pero lo que sí que abundan  son saltimbanquis, esos artistas callejeros, héroes de la vía pública, sin nómina ni subvención, que mediante un permiso, exhiben sus malabarismos frente el público,  pasando luego la gorra con desigual fortuna. Han vuelto los cómicos, juglares y titiriteros, los volantineros y prestidigitadores que animaron durante siglos la Edad Media europea. Desaparecieron los charlatanes del crecepelo y los ungüentos milagrosos de aquella negrura de los cincuenta. La cosa ha cambiado. Más allá del circuito turístico antes mencionado, en los abandonados y mugrientos recovecos de la Ciutat Vella, los turistas comen en bonitos restaurantes italianos, o gastros de diseño, junto a medianeras que se caen a trozos, callejones pringosos de orines y solares piojosos. Ahí los nuevos saltimbanquis no trabajan, tan solo ocupan las pocas pensiones baratas que quedan en la capital tras sus agotadoras jornadas de esclavos. Estos currantes admirables, que dependen de la caridad de los viandantes, se despliegan en los lugares estratégicos con buen ojo. Los hay de todos los colores y estilos. En este nuevo Medievo urbano para animar el cotarro, se incluye el mago pintado de verde que se coloca frente al Mercado Central, y al que hace poco una revista digital tuvo a bien entrevistarlo.

Una pareja feliz que consulta la llegada de cruceros semanal para diseñar su estrategia. Los mas esforzados son los que se enfundan en unos gigantescos disfraces de oso peludo de las nieves y sobre todo, el pobre joven que estos días de canícula cruel se mete en la piel de King Kong bajo el sol sahariano de la entrada del puente de Serrans. Cada vez que lo cruzo y lo veo solitario, sin un maldito rapaz a su lado para hacerle foto por la que cobrará como mucho un euro, mi cuerpo se cubre de sudor frio. Supongo que resiste esa tortura gracias a un sencillo sistema de refrigeración, pero aun así, señoras y señores, convendrán conmigo que esto es una suerte de nuevo esclavismo de la era posindustrial. Frente a esa tortura peluda, hay un guitarrista mexicano, tan habilidoso con su Fender como el mismísimo Hendrix que al atardecer, alegra el cruce del puente de Serrans que cabalgó Jaume I de Aragón al entrar en la ciudad el 9 de octubre de 1238. Han llovido muchos siglos por ese puente pero ahí está nuestro roquero punteando su guitarra; notas del pasado hippie que se expanden por el jardín del Turia y alegran las tardes, haga frío o calor. Si descontamos la cantidad de jóvenes de ambos sexos que se buscan la vida haciendo malabares en los semáforos, los nuevos saltimbanquis aparecen y desparecen como por ensalmo según les va. Hay grupos de indios andinos tocando sus maravillosas flautas, bajo el Micalet, pandillas de tamborileros o meros vagabundos con imaginación, como ese

señor que se ha montado su terraza en plena calle Cavallers, ha colocado sus plantas y su manta, su pequeño apartamento callejero, y lo ves dormir a pierna suelta, con cara de felicidad a plena luz del día. “Oiga, cómo permiten que ese tío se monte la paraeta en la calle; es un mal ejemplo para los turistas”, graznaba un ciudadano un poco facha a un policía local el otro dia. El servidor público  se encogía de hombros haciéndole ver que no había ley que lo prohíba. Para ser vagabundo, o sin techo no hace falta permiso municipal, algunos municipios de mayoría fascistoide comienzan barruntan imponer tasas por ser pobre. Pero la cosa no prospera. El súmnum del nuevo titiriterismo lo contemplé alucinado la otra tarde en la plaza de la Reina. Una estructura circense, un trapecio móvil con una estructura de torre de asalto de los Cruzados,  en el que una muchacha hace virguerías y se balancea con donosura mientras una música estruendosa y los aullidos de un jefe de pista, que manipula el artefacto inundan de ruido la plaza. Es el no va más del nuevo escenario de las ciudades en el tercer milenio. Ciudades como la nuestra, que con tanta pretensión de diseño chachi, vuelven al pasado medieval en forma de miseria humana, porque es la pobreza lo que ha fomentado el regreso de los saltimbanquis. No es plato de buen gusto para nadie hacer el indio en las calles.

LA DELGADA LÍNEA ROJA: SALTIMBANQUIS

LA MUJER DE NEGRO, de Susan Hill.-

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