En sus buenos tiempos la ciudad de Valencia tenía un aire cosmopolita y no turístico. Sobre todo por la vitalidad de tertulias que albergaba. Como Les deux magots en la capital del Sena o Els Quatre gats en Barcelona. Uno de los tertulianos más tenaces que conozco, Jotajota, dice que a las tertulias primero va la gente, luego deja de ir poco a poco, y al final se queda solo en ella el organizador. Hace nada la tertulia que tenían montada en un bareto del callejón de Cabrito del Carme tuvo que disolverse. Se habían infiltrado algunos fachas. En una buena tertulia jamás puede haber extremistas. El siglo pasado funcionó muy bien la tertulia de republicanos y artistas que se celebraba en el antiguo Círculo de Bellas Artes. Se hablaba de arte y de política y sobre todo se bebía. En una tertulia que se precie siempre debe haber una barra cerca.
El alcohol libera el espíritu, eleva el corazón y desata la lengua. Fue legendaria la que tenían los antiguos miembros de la FUE (Federación Universitaria Española) en la cafetería snack Zayan, de Antic Regne. En la actualidad han ido cayendo uno a uno los tertulianos, respetables y ancianos librepensadores de todas las profesiones y el bar mismo, con el nombre del último califa ruzafeño. La más legendaria entre la izquierda nacionalista indígena fue la que tenia Joan Fuster en la plaza del Ayuntamiento. Se inició con la estatua del dictador subido en el caballo y terminó con el burócrata valenciano con gorra actual y que en rigor debería ser sustituida por la de Jaume I del Parterre. Y el escriba podría pasar a hacer compañía al gran magnolio. La tertulia de Fuster era variada porque se hacía en la terraza de una acera de mucho tránsito y cualquiera que pasara, ¡zas!, se paraba a escuchar lo que contaba el volteriano de Sueca. Los jóvenes estudiantes y rebeldes de la Nova Germania la frecuentaban y las trifulcas ideológicas se podían escuchar desde la mismísima Balanzá.
Las librerías de lance, en alarmante trance de extinción, fueron terreno abonado para las tertulias, sobre todo, bajo la dictadura fascista, pues su recóndita ubicación, como de grutas polifémicas, permitían a sus miembros charlar e intercambiar libros a cubierto de miradas fascistas. Mi buen padre me llevaba siempre a la del teósofo Pygmalión, en una librería de viejo, en la plaza Lope de Vega. En la librería El Cárabo, de Tono, había encuentros de pintores, anticuarios y literatos que charlaban, bajo la adusta mirada de Valle Inclán, un fantasma entre libros viejos. Hay adictos a ese olor ancestral del libro antiguo. Quizás evoca el aroma a los papiros que ardieron en Alejandría. Antes de que se pudiera realizar una vida pública en libertad, cuando los lobos falangistas y truhanes imponían su ignorancia por las calles de la ciudad quemada, los republicanos solían celebrar encuentros en pisos privados.
Tengo recuerdos de niño en escenarios viscontinianos. En casas modernistas del Eixample; un burgués cazador proyectaba diapositivas sobre sus andanzas por África. Se disponían sillas entre grandes espejos y asistíamos a un sueño salvaje de leones y elefantes abatidos en la jungla. En otras ocasiones, los encuentros eran más aburridos pues consistían en lectura de poemas de alguna hermosa poetisa aficionada. Los hippies y artistas de los setenta también abrieron sus tertulias, si bien mas caóticas. La Cervecería Madrid y el Café Malvarrosa, asesinados por el tiempo, tuvieron su momento. Y pese a la creciente desaparición de entrañables trozos de memoria, todavía resisten lugares contra viento y marea, como Los Gestalguinos, en el barrio de la Xerea, que es encuentro de ajedrecistas y otro tipo de tertulianos. Frente a la destroza a base de franquicias de la vieja ciudad, ante la indiferencia municipal; pese a la carcoma de la historia, hay lugares que nunca mueren.