ENRIQUE HERRERAS: Hoy en día, entender lo que pasa es una tarea más revolucionaria que agitarse improductivamente. La cuestión es que, a la democracia, a diferencia de lo que acontecía a finales del siglo pasado, le han surgido muchos factores amenazantes. Y son cada vez más numerosas las voces que señalan que vivimos ya en un proceso de desconsolidación de las democracias liberales (y sociales, no olvidemos). Aunque todavía es pronto para emitir juicios precisos, no es descartable que esta preocupante tendencia se ha ido agudizando, sobre todo a partir de un malestar que se ha traducido en fenómenos tan heterogéneos como el movimiento de los indignados y, sobre todo, el ascenso de la extrema derecha.
Este auge no ha caído del cielo. No se ha producido de manera espontánea, sino que llueve sobre mojado. La lluvia, o mejor, la tempestad nada shakespeariana que proviene de la crisis del 2008 y de la política de recortes (es decir, soluciones neoliberales a una situación provocada por, precisamente, el neoliberalismo). Esta es la primera de otras dos encadenadas, como son la pandémica y, ahora, la bélica.
Lo real es que vivimos en una situación donde cada vez son más pensadores los que hablan de “crisis de la democracia”. Si bien muchos de estos ensayos tienen su origen en la llegada al poder de la administración Trump (el gran espejo de la derecha que alienta la polarización), hoy son innegables algunas sintomatologías sociales preocupantes también en el universo democrático europeo.
De manera general, lo que se expresa es que el peligro de las democracias no reside actualmente, o al menos no prioritariamente, en golpes de Estado militares, sino en procesos paulatinos de degradación, que erosionan poco a poco los principios y consensos que dieron lugar a dichas democracias. Este proceso paulatino puede empezar, por ejemplo, mediante el recorte de derechos fundamentales como la libertad de expresión o la socavación de principios básicos del Estado de derecho anulando paulatinamente la separación de poderes conseguida (muchas veces a duras penas). Esto ya es una realidad en países como Hungría o Polonia, y cada vez aumenta la ultraderecha en los otros países de la UE.
Desde la ultraderecha van abundando líderes que no tratan únicamente de defender sus opiniones y proyectos, sino que se presentan celosos servidores de la verdad asediados por las mentiras de sus oponentes (o mejor, enemigos, como ya decía Carl Schmitt, el teórico del que bebió mucho el nazismo). Uno de los síntomas más evidentes de este proceso es el declive del aprecio y estima que los ciudadanos manifiestan hacia la vida política y sus instituciones.
Todo esto lo explican bien Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias. Su tesis central es que los enemigos de la democracia pueden habitar dentro de la propia democracia, que sería, por utilizar la genial metáfora que da título a la no menos genial obra de Bergman, El huevo de la serpiente.
Los dos politólogos de la Universidad de Harvard señalan que la democracia está amenazada cuando se produce un rechazo –o acaso una débil aceptación– de las reglas democráticas del juego, como la negación de la legitimidad de los adversarios políticos, de las elecciones (sino no salen favorecidos), o la intolerancia o fomento de la violencia, o la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. Este debilitamiento que finalmente catapulta a movimientos y partidos populistas que reaccionan contra las fuerzas consideras como parte del establishment. Pero no olvidemos que la abdicación de la responsabilidad política por parte de líderes políticos tradicionales suele significar el primer paso de las derivas autocráticas de un país. Por ejemplo, es un gran peligro seguir instalados en un continuo estado electoral, por lo que los partidos cada vez más buscan asesores mediáticos y no políticos. Que se lo pregunten, si no, a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Especialmente preocupante resulta el hecho de que, como subrayan los autores, cada vez más gente joven, educada en países democráticos, empieza a dudar de que estas derivas signifiquen algo malo.
En fin: lo peor que le puede ocurrir a la democracia es que pensemos que ya la hemos conquistado.