ANNA ENGUIX: ¿Qué nos hace enamorarnos de un lugar? Por diversos motivos he tenido la enorme suerte de poder viajar a diferentes ciudades europeas, sin embargo, cuando me hallaba en el avión de vuelta a casa desde cualquiera de estos lugares en el fondo añoraba Valencia, mi ciudad natal.
Suelo echar de menos la comodidad de las cortas distancias, la comida, a mis amigos y familia, mi habitación. Pero existen ciertos lugares que te abrazan con tanta fuerza que consigues hacerlos tuyos, adaptarlos a tus exigencias e inquietudes, y conseguir que se parezcan lo máximo posible a aquello que conocemos como “hogar”. Opino que ningún sitio será lo suficientemente cálido a menos que tengas un buen grupo de amigos y buena comida (lo del buen tiempo intento obviarlo). Es por esto que no suelo creer en los prejuicios hacia ningún país o ninguna ciudad; recuerdo que mucha gente me advirtió que lo iba a pasar verdaderamente mal tratando con alemanes, sin embargo, aquí estoy, cenando a las siete de la tarde y admirando el silencio sepulcral que invade cada una de las fincas de este Berlín tan cosmopolita.
De hecho, me considero de ese grupo -a veces odioso- de personas que reivindica que podría ser feliz en casi cualquier sitio. Es más, me suele dar bastante rabia cada vez que me encuentro con algún español aquí que lloriquea por un plato de paella o por el aceite de oliva ¡por favor, que tampoco es para tanto! Con esto quiero decir que la adaptación a cualquier lugar nuevo, en ocasiones duro, suele ser a la vez que enriquecedora; cuando la nostalgia se apodera de nosotros, y no nos deja admirar las flores del camino, pocas veces podremos disfrutar de cualquier otro sitio que diste de aquello que conocemos y que nos transmite seguridad. Es este mismo sentimiento el que nos convierte en hombres y mujeres de un solo sitio, el que nos aleja de probar platos nuevos o de bañarnos en un lago con un cartel de Freikörperkultur (desnudismo).
Para no dejaros con el caramelo en la boca, os explicaré que dado que aquí en Berlín no existen playas, la gente pasa los calurosos días de verano en lagos que se encuentran a escasos minutos del centro de la ciudad. Para mi sorpresa, al llegar a uno de estos lagos, observé como un muro de madera separaba la zona de arena en dos. Casi como en “Juego de Tronos”, al otro lado del muro se encontraban lo desconocido, salvaje y atrevido de cara al gentío que lucía todo tipo de bikinis y bañadores de lo más horteras. Fue en este momento cuando vi que uno de mis amigos berlineses, a lo John Nieve, se dirigía a cruzar el muro; decidida le seguí y fue entonces cuando se materializó un verdadero paraíso terrenal. Sin entrar en detalles, con el grito de batalla “Vuelta a la naturaleza”, los defensores del Freikörperkultur declararon la guerra a principios del siglo XIX a la moralidad obligatoria de una sociedad que a sus ojos se había vuelto neurótica y enferma con sus corsés. Los nudistas consiguieron elevar el cuerpo desnudo a la personificación de la naturalidad. De hecho, como supuesto pionero, muchos citaron con entusiasmo a Goethe con frases como “El verdadero ser humano es el ser humano desnudo” y “La naturaleza no conoce ropa”. De hecho, bajo el educador Adolf Koch (1896-1970) se estableció un grupo nudista socialista-proletario uniéndose muchos trabajadores al movimiento. Con una combinación de educación, pedagogía y gimnasia sanitaria, se debía frenar la deshumanización del cuerpo a través del trabajo industrial. Koch estaba convencido de que la gimnasia al desnudo curaba a las personas explotadas por el capitalismo y fortalecía la autoconfianza del proletariado. Así que cuando admiréis el nudismo en muchas de las playas valencianas, sabed que el origen de este movimiento tiene unos claros precedentes en la Alemania imperial.
Desde España, la única referencia que solemos tener hacia los alemanes se construye a raíz de una tradición cultural convencionalizada. Ya sabéis, estos alemanes que podrían prenderse fuego en cualquier playa de Benidorm o de Denia y que engullen los platos de arroz y las jarras de sangría como auténticos vikingos a las 10 de la noche. Dejadme que os cuente, que ese tipo de alemanes son odiados incluso aquí y reciben el nombre de Deutsche Kartoffel o lo que es lo mismo, “patatas alemanas”. Con perdón, no tienen nada que envidiarle a los “señoritos andaluces” que también repudio fuertemente. A partir de este ejemplo paradigmático, considero que la gente sería más feliz si aprendiese a desaprender y a relativizar; ya que las grandes pasiones hacia un país de origen son normalmente subjetivas y no nos dejan disfrutar ni aprender de cualquier otra cultura. En definitiva, desde que estoy aquí he aprendido a abrazar una manera de entender la existencia que no es la mía, con sus contradicciones, sus increíbles avances en algunos aspectos y sus ridículas normas. Y es por esto que os invito a hacer lo mismo, a entender que a pesar de que los mecanismos relacionales no son iguales en todos los sitios pueden resultar igual de interesantes en una vida tan corta. Vale la pena.