ANNA ENGUIX: Tras dos meses en Berlín, he aprovechado las pequeñas vacaciones que nos brindaba mi academia de alemán para volver a València durante unos días. Era también un deseo de mi familia y podía prescindir de la capital alemana unos pocos días, a pesar del afecto que le he tomado a una ciudad que ya es el epicentro en Europa de demasiadas cosas. He vuelto a mi tierra para disfrutar de la playa, para degustar todo aquello que añoraba, desde una buena paella al “pimentó en salmuera” y para despedirme de dos amigas que se mudan a Australia y a China a vivir, respectivamente. El problema es que este último viaje de vuelta he tenido una experiencia nueva y un tanto surrealista. Sepan que el hecho de conseguir siempre los vuelos más baratos en temporada alta -llevando a cabo todo tipo de trucos que no desvelaré- tiene sus pros y sus contras. En este caso, la principal desventaja era que tenía que hacer noche en el aeropuerto debido a la hora de embarque. Así que tras haber cenado y preparado mi escaso equipaje, me dirigí hacia la instalación sin saber que me esperaba una noche digna de una película de Wilder.
Buscando un sitio donde caerme muerta, y tras haber inspeccionado prácticamente todo el aeropuerto, decidí seguir a una pareja de españoles confiando en que así las probabilidades de que me robasen se reducirían considerablemente: ya saben, chica joven, sola y a altas horas de la madrugada en un lugar frío y extraño, el cóctel perfecto. Fue entonces cuando en el segundo piso de la terminal 1 del aeropuerto de Berlín leímos un letrero que decía “Sala del silencio”. Confiados, decidimos entrar y para nuestra sorpresa, nos topamos con una sala de culto arcaica en lo profundo de un edificio de alta tecnología donde cada día despegan y aterrizan miles de vuelos. Su esquema arquitectónico, lúgubre pero impactante, abría una especie de laberinto donde al menos cinco salas yuxtapuestas conformaban una especie de espacio para la oración. Sin embargo, ya que eran las dos de la mañana -y en parte debido a nuestro inexistente ortodoxismo- decidimos acampar en una de las capillas. Abrimos un paquete de papas y después de unos minutos, uno de los dos españoles apareció con un libro de dedicatorias escritas en todos los idiomas posibles. Plegarias y agradecimientos por un futuro o pasado vuelo con éxito ocupaban cada una de las páginas de un libro interminable cuya portada de cuero roja, lo convertía casi en un objeto sagrado. Al encontrarnos con varios textos escritos en alemán, decidí demostrarles mis nuevas habilidades con esta lengua tan sumamente compleja y traduje en voz alta alguno de los párrafos: “Te doy gracias Señor por este vuelo y por lo que Berlín me ha enseñado”. ¿Y a ti, qué te ha enseñado Berlín Anna? Sorprendentemente, esta sala del silencio estaba empezando a cobrar sentido, ya que a pesar de que no me encontraba de rodillas con algún tipo de rosario entre mis manos, estaba funcionando para nosotros a modo de espacio de reflexión, lo que no deja de ser lo mismo que la oración en sí misma vaya. Como temía que mi relato fuese a ocupar gran parte de la conversación – y con el objetivo de evitar cualquier síntoma narcisista y ególatra- decidí aventurarme y preguntarles qué les había parecido Berlín. Ella, periodista y él, profesor de filosofía en un instituto valenciano me brindaron la respuesta que llevaba esperando desde apenas dos meses: “intensa”, contestaron al unísono.
Me relataron detalladamente su experiencia en una de las discotecas más fetichistas de Berlín, KitKat cuyo lema “Venid desnudos y sed salvajes” es más que suficiente para entender el tipo de dinámicas que se generan en este espacio. ¿Iba Dios a castigarnos por hablar de sexo, drogas y alcohol en un espacio religioso? Los que me conocen personalmente, saben que odio volar. El hecho de que mi vida dependa de un piloto que quizás no ha dormido lo suficiente, o siquiera de un transporte acuñado como “perfecto”, no me ha convencido nunca ni lo hará. Es por esto que a pesar de mi incipiente ateísmo (¿o será agnosticismo?), hubiese entendido perfectamente que ese “Dios”, a modo de venganza divina, hubiese decidido llegados a tal punto, aliñar mi vuelo con alguna turbulencia para obligarme a renovar esa fe que tengo tan deteriorada.
Tras un par de horas, dado que mi vuelo salía antes, decidí no molestarles, cargué con mi mochila y me dirigí a la puerta de embarque. Para mi sorpresa -o quizás no tanto- el vuelo se retrasaba, y por si no fuese poco, llegados al momento de ocupar nuestros asientos un hombre un tanto místico se sentó a mi lado y decidió presentarse de la siguiente manera tras escuchar las indicaciones de la azafata respecto al uso de mascarillas en el avión: “Escucha jovencita, ¿sabes que el virus no existe verdad? Tan solo existe el miedo”. En serio ¿tres horas de vuelo junto a un negacionista? ¿Era ésta tu metáfora macabra, tu venganza, por no haber respetado los códigos de la capilla? Con un aspecto más que sospechoso no me quedó otra que explicarle que no entendía muy bien el alemán, ni tampoco el inglés: “Only Spanish, sorry”. Sin embargo, prosiguió con cada una de sus teorías prácticamente durante todo el vuelo, y por si no fuese poco, con cada una de las turbulencias, reía exageradamente intentando convencerme de que la risa generaba la suficiente serotonina como para perderle el miedo a volar. Por suerte, tras uno de los vuelos más largos (metafóricamente hablando), aterrizamos. Mis padres y mi perra me esperaban en la salida, y tras una sensación de alivio me dije a mí misma: “Nunca más, no más drogas, sexo, alcohol o conversaciones irreverente en una capilla, lo prometo”.