ANNA ENGUIX: Empecé esta sección el primer año de carrera y, desde entonces, las peripecias que he relatado en “El largo y cálido verano” han sido islas entre los meses de junio y septiembre; islas que, si echásemos la vista atrás, podrían leerse y entenderse transversalmente. Sin embargo, este verano es distinto; ya no puedo desempolvar viejas anécdotas de la pandemia -resultarían anacrónicas y repetitivas-, al igual que ya no puedo hablaros de ningún trabajo precario; este último curso de Historia del Arte ha acabado alargándose más de la cuenta y ha hecho que no pueda zambullirme en el desarrollo de ningún arco de personaje como los que propiciaron el supermercado o las jornadas laborales de diez horas en un parque temático. Este verano os diría que “[esta sección] es un intento por extraer la verdad de forma aproximada”, como responde la canción de The Last Shadow Puppets Miracle Aligner a la pregunta de “qué es esto”.
La noche de las elecciones autonómicas, como sugieren aquellas pitonisas que deciden cambiar el nombre de los horóscopos anualmente e incluso añadir nuevos -no sé muy bien si por fastidiar o porque realmente sí que existe cierta rigurosidad tras la “ciencia” astrológica-, el rumbo temporal y vital de muchas almas llenas cambió su curso. Ante el rápido recuento de votos, mentalmente, como quien jura hacer el camino de Santiago de rodillas si consigue superar un cáncer, prometí caminar descalza hasta Madrid, bañarme la noche de San Juan en la Malvarrosa o incluso en el Perelló, sin falta; e incluso prometí saltar siete olas, doce si sacábamos un resultado interesante, ¡y haciendo el pino si el Señor se ponía exquisito! Le pedí a la beata Juana María un milagro, aprovechando que así, ya de paso, la devota mujer sería santificada y, por ende, curaría las heridas del presente, pasado y futuro, engañando al destino y a mí misma, haciéndome pensar que aquella lona que colgaba de la entrada de mi antiguo instituto con su retrato habría cumplido con su cometido y, por fin, la simpática monjita saldría ganando y la izquierda también.
Empiezo este verano con toda una serie de hitos en la mochila; lejos de una lectura analítica y contrastada, he decidido inclinarme hacia otro tipo de disciplinas; más allá del espiritualismo tan extremadamente egoísta, de la meditación acompañada de ridículos cuarzos “cargados” de energía o del recurrente planteamiento de escenarios hipotéticos sumamente derrotistas -un dogma que ha acabado agotándome- me presto al ejercicio de la memoria con sumo orgullo, deseando aprender de esta. Por ejemplo, empiezo esta sección recordando una historia que me contó mi abuelo hace muchos años y que causó un profundo impacto en mí y en mi hermano. En plena guerra civil española, cuando los víveres escaseaban y algún pollo todavía correteaba por las antiguas casas que contaban con patios interiores, a modo de rito de iniciación se le exigió a este abuelo -un niño de 10 años por aquel entonces- que matase a uno de los pollos más viejos. A partir de aquí, me dispongo a relatar una fábula bastante gore, por lo que dejo a vuestra elección seguir leyendo o no, según vuestra sensibilidad.
Él siempre me cuenta, con cierta pena, que su amor hacia el pollo le hizo titubear y no consiguió degollarlo del todo, por lo que este, con el cuello colgando, saltó corriendo de la mesa de matanzas al suelo y se dirigió a toda prisa a la luz que asomaba por la puerta; la criatura armó un estruendo de varios segundos hasta morir en el jardín montando un auténtico empastre que hizo que mi abuelo no volviese a comer pollo en varios años.
No os contaré mi aprendizaje frente a esta historieta: que cada uno extraiga sus propias conclusiones. Me aventuro a afirmar, eso sí, que la próxima ola de calor y sus inevitables consecuencias meteorológicas serán más fuertes que la voluntad o el deseo, capaces de borrar todo aquello que en algún momento decidimos salvaguardar. Estas últimas semanas, ante las kilométricas pancartas tremendamente ofensivas, las descabelladas declaraciones y las auténticas idas de olla, me pregunto si mi aumento de urticarias y crecientes alergias, mi constante nerviosismo o los recientes picotazos diarios de los mil y un mosquitos son un mal augurio o la penitencia que debo pagar, y que estoy dispuesta a pagar, para no aguantar mares y mareas este verano.