ANNA ENGUIX: Hace unos días, en mitad de una de estas pegajosas tardes de verano, me propuse asistir junto a una amiga al concierto de un grupo, aliciente para salir de casa y despegarnos del ventilador estratégicamente situado frente al sofá. Sin citar el nombre del grupo, me dispongo a relatar una experiencia de lo más esclarecedora, casi al nivel de una Epifanía.
Todo parecía normal cuando nos dispusimos a entrar al recinto, listas para el concierto -la previsión meteorológica de nuestras cabezas marcaba: indie-, cuando vislumbré que el público era un ejército uniformado. Quedé un tanto horrorizada: ¡se me pusieron los pelos de punta! Visto lo visto, habían agotado la marca de gomina Giorgi, las reservas de lino de este país y la producción de pulseras de la Virgen del Pilar. Los últimos rayos de sol reflejados en las cruces de oro que asomaban discretamente a través de camisas entreabiertas consiguieron cegarme, el tufo nauseabundo a perfume caro me mareó y, lejos de cualquier fetiche, el dedo gordo del pie que saludaba a través del orificio de una menorquina parecía mirarme de forma inquisitorial. ¿Dónde me había metido?
Tal y como propone Bourdieu en “La distinción”, la clase social y el capital cultural encuentran su reflejo y su representación en el hábito, con manifestaciones tan variopintas como los gustos artísticos o las preferencias deportivas. Me pregunté qué me separaba o, más bien, qué me unía a un integrante cualquiera de las Nuevas Generaciones del Partido Popular. ¿Dónde está nuestra semejanza? La respuesta es la música. Evitando desglosar géneros musicales, aspecto que me llevaría más de una columna, más allá del fachapop de Taburete y Hakuna -este último, ya sabéis, grupo de pop católico promovido por el sacerdote José Pedro Manglano y apoyada por Don Carlos Osoro, Cardenal Arzobispo de Madrid-, el lenguaje universal de esta parece convertirla, especialmente el género indie, en un territorio neutral en el que pueden convivir todo tipo de ideologías políticas. ¿Pero por qué?
Esta devoción por lo indie tiene una clara explicación que, permítanme, puedo argumentar. Reconozco que siempre he tenido un gusto exquisito para la música, en parte respaldado por casi once años en el Orfeó valencià y todo lo que eso conlleva. Sin querer parecer demasiado esnob, y más bien corriendo el riesgo de resultar una auténtica meapilas, soy de esas pocas personas que a los doce años ya memorizaba -por obligación- la voz soprano de la Misa Réquiem de Verdi, Fauré o Mozart, al igual que aguantaba un Retaule, de pe a pa, tras cruzar ese vestíbulo de la Iglesia del Patriarca coronado por un cocodrilo disecado que siempre me causó mucha impresión y que pensé que, algún día, por acción divina -y como en The Blood Alligator-, como consecuencia de nuestros alaridos en las partes más celestiales de algunas obras, se desprendería de la pared para comernos a todos, o al menos nos mandaría a callar por interrumpir su sueño eterno.
Una parte de mi educación fue religiosa, aunque nunca llegué a creerme nada; un buen punto de encuentro entre el dogma y mi ferviente ateísmo fue la música. Como muchos, aprendí a tocar la guitarra en un contexto dominado por los kikos cada vez que cantaban “Santo, Santo es el Señor” al ritmo de Help de los Beatles; no mentiré, era una actividad más que gratificante. Quise aprender melodías más elaboradas, arpegios, y fortalecer mis dedos a la hora de hacer cejillas; cuando faltaba alguna en los conciertos debido al despiste de algún participante, monjitas como Sor Angélica correteaban con lapiceros y coleteros para improvisar alguna solución que lograse presionar las cuerdas contra el mango de la guitarra de la mejor manera posible.
Cualquier conocedor de la música indie sabe que esta se caracteriza en muchas ocasiones por ser una clara heredera -al menos en sus inicios- del folk americano, emplear la monofonía y estar estrechamente ligada a la saturación en determinadas partes por el uso desmesurado de ornamentación melódica. Qué fácil es identificar la belleza, qué disgusto me llevaría si me enterase de que Sufjan Stevens no es sólo un cristiano homoerótico, sino un fundamentalista que, de ser español, pertenecería al Opus; qué resultona quedaría una canción del grupo que mi amiga y yo fuimos a ver en una misa de las comunidades neocatecumenales.