ABELARDO MUÑOZ: Estudiar el bachiller en el instituto Lluís Vives en la década de los sesenta del siglo pasado fue como asistir a un baile en el que todos son hombres. Aburrido, gris, segregado. Un muermo. Aulas sombrías del siglo XIX. Un claustro de aspecto monacal en el que cada mañana el profesor falangista de turno formaba en posición militar a los casi mil alumnos de entre 10 y 16 años para contemplar el izado de las banderas hoy prohibidas. La década anterior se obligaba a los niños a hacer el saludo fascista. El muermo de aquella enseñanza sesgada y casi inútil se completaba con la escandalosa gerontocracia profesoral. La plantilla de profesores la formaban catedráticos, la mayoría hombres, casi todos sexagenarios. Los libros de texto de las asignaturas eran obra de esos mismos señores, seguramente los supervivientes de las depuraciones de posguerra en el ámbito académico. Había pocos profesores jóvenes. En aquel ambiente asfixiante los alumnos tragaban quina, muchos de ellos hijos de los perdedores de la guerra, profesionales de clase media que no querían llevar a sus hijos a colegios de curas.
Resulta irónico que el centro protagonista indiscutible de la primavera valenciana, aquella revuelta de febrero de 2012, fuera en el siglo anterior un reducto de caspa académica dominada por el poder docente más conservador. Aquellas aulas vetustas que todavía conservaban en sus pupitres de madera mugrienta las marcas de antiguos e ilustres alumnos como Max Aub o Blasco Ibáñez, vivían escenas de películas de Buster Keaton. Un profesor de literatura que nada más llegar a clase se desentendía de la audiencia, abría un diario, y desparecía tras sus páginas abiertas permitiendo que el alumnado realizara sus fechorías; un catedrático de química enloquecido que llenaba la pizarra de fórmulas ininteligibles que continuaba escribiendo por las paredes del aula como si se hubiese transmutado en pintor abstracto; una catedrática de letras armada con una máquina de escribir con caracteres griegos con la que podría haber redactado su filosofía el mismísimo Aristóteles; un catedrático de inglés que llegaba a clase con monóculo, gorra de caza y botas de montar. El meadero colectivo sin separadores en el que los pequeños alucinaban con la picha de los grandes. Aquel centro educativo era como una escuela de performances. Se aprendía mucho más fuera de las clases. Los recuerdos de aquel bachiller le acompañan a uno de por vida, pero lo que no podía sospechar ni en mis peores pesadillas el alumno que fui es descubrir por azar el subsuelo del centro.
Las catacumbas del instituto soterradas en el amplio campo de deporte en el que tantas veces sudamos la gota gorda en clases de gimnasia. Seis largos años dando trotes por esa superficie de tierra, comiendo nuestros bocadillos de sardinas en los recreos, peleándonos como cosacos por un quítame esas pajas, pero ignorantes por completo de que estábamos sobre nada menos que un gigantesco refugio de la guerra civil de 1936. Hace poco me llamó una productora que realiza un documental para la tele sobre la Brigada 26, la temible unidad creada en los años setenta para combatir el crimen. Al parecer el subsuelo del centro les interesaba como plató. Varios periodistas fuimos convocados al instituto. Lo que yo no sabía es que la filmación iba a tener lugar justamente en ese refugio que los alumnos de aquella época desconocíamos.
Ahora el Vives es famoso por su Primavera valenciana que poca cosa consiguió, bien es verdad. La tarde de la entrevista para la tele bajé unos escaleras escondidas en un rincón del patio y comprobé estupefacto un escenario de película de terror porque el refugio del Vives es inmenso y sus galerías se extienden decenas de metros, comunicadas por arcos, exactamente como aquellas catacumbas de las películas de romanos o peor, como las mazamorras de la Inquisición. Internet te informa de que fueron construidas para proteger a los estudiantes en tiempo de la ciudad republicana bombardeada por los facciosos. Pero a nosotros, aquella generación de estudiantes con pantalones cortos que formábamos como un ejército cada mañana al son de los himnos imperiales nadie nos dijo nunca nada. Y así como el refugio que hay bajo el Ayuntamiento ha sido restaurado con mimo, es asombroso que no se haya hecho lo propio con las catacumbas del Vives, que mantiene todavía sus paredes lúgubres y el hedor a una humedad remota. Aquel refugio fue un gran secreto, una verdad que se nos ocultó a los alumnos durante nuestro tortuoso bachiller. Nunca nos dijeron que existía. Nos enseñaron mal y encima nos engañaron.