ANDREA MOLINER: Cuando la inspiración sacude el cerebro de una mente creativa, de pronto, el mundo se detiene. Las personas dejan de caminar, de hablar, de tener prisa por llegar a ese ineludible compromiso lo antes posible. Suspendidas en una extraordinaria madeja espacio-temporal, dichos hombres y mujeres corrientes acaban convirtiéndose en el modelo perfecto de cualquier facultad de Bellas Artes. Esculturas de carne y hueso sobre las que proyectar toda clase de matices lumínicos, disparando la versatilidad de quien empuña el cincel, la brocha, la cámara fotográfica o, en este caso, la pluma.
Imagino que eso fue lo que le sucedió a Patricia Highsmith cuando, mientras trabajaba de dependienta en una juguetería, vio aparecer a Carol. Por aquel entonces su situación económica no era buena, a pesar de haber escrito esa obra maestra llamada Extraños en un tren – brillantemente adaptada por Alfred Hitchcock en 1951 – así que decidió aceptar un empleo que le permitiera subsistir. Lo que nunca pensó es que, durante aquella jornada que se presentaba anodina, una mujer rubia, elegante y envuelta en un abrigo de visón cruzaría el umbral de la puerta para comprar una muñeca, dar una dirección a la que poder enviarla y marcharse sin más. Fue tal el impacto que aquel fugaz encuentro tuvo en Highsmith que, una vez llegó a su neoyorkino apartamento, escribió del tirón el argumento de lo que vendría a ser, a mi juicio, su obra maestra y que la editorial Anagrama ha decidido reeditar en su colorida colección de Compactos.
Tomando como punto de partida aquel trascendental episodio, Highsmith nos cuenta la historia de Therese Belivet (claro alter ego de la autora). Una escenógrafa que, por motivos económicos, acaba trabajando en una juguetería hasta que Carol se cruza en su vida para poner patas arriba sus sentimientos y convicciones. Por supuesto, los elementos autobiográficos – más allá de la anécdota convertida en un todo – están muy presentes a lo largo de la novela. No obstante, la principal diferencia radica en que Highsmith, al contrario que Therese, nunca conoció a Carol, así que decide imaginar cómo sería la mujer que tanto le había cautivado. Para ello, no duda en usar elementos propios del género policíaco – los cuales seguirá desarrollando con gran maestría en la famosa saga protagonizada por Tom Ripley – consiguiendo introducir al lector en ese mar de dudas que es la cabeza de Therese. A medida que vamos siguiendo sus pasos y, por consiguiente, conociendo más a Carol, los zarpazos emocionales son cada vez más fuertes. Hasta el punto de que no es sólo Therese la que acaba enamorándose perdida e irremediablemente de Carol, también el lector se rinde ante ella desde la insoportable distancia que los separa de la intensa prosa.
Therese toma una decisión, la novela acaba, fin. ¿Qué nos queda entonces? Lo primero, un vacío enorme en el corazón, como si acabáramos de sufrir la peor de las rupturas. Lo segundo, la satisfacción de haber empleado nuestro tiempo en una lectura importante, no debemos olvidar la trascendencia histórica de este texto al otorgar visibilidad a las mujeres que amaban a otras mujeres en plenos años 50, así como el hecho de que Patricia Highsmith tuviera que publicarlo bajo pseudónimo y con un título diferente. Y lo tercero, que Carol es un nombre bajo el que se ampara una de las personalidades más fascinantes de la literatura contemporánea. Y es que nuestra querida Patricia podría haberla llamado Margaret, Lucy o Sarah. El resultado hubiese sido el mismo: que el lector resucite a esa persona capaz de parar el tiempo y emborracharnos de amor.