ANDREA MOLINER: “Pero me sacaron de la tumba,
y me recompusieron con pegamento.
Y entonces supe lo que había que hacer.”
Ariel, Sylvia Plath.
La pasión y la consecuente admiración por una escritora/or en concreto te lleva algunas veces a ir más allá, a superar sus obras canónicas, aquellas que (justa o injustamente) no lo son tanto, a las grandes olvidadas, su posible correspondencia, así como sus anotaciones más personales para adentrarte los terrenos biográficos. Es decir, a través de la pluma, el estudio y los ojos de quien también admira – en mayor o menor grado como se puede comprobar- a ese portento de la literatura en cuestión. Mirada ajena, sí, pero capaz de transmitirte la necesaria visión aérea de los acontecimientos con ligeros zooms de aproximación a aquellos detalles que supusieron un antes y un después en la vida de cualquier deidad de las letras. Y en ese sentido, la figura de Sylvia Plath siempre ha sido siempre un terreno fértil.
En los últimos años no sólo hemos asistido a una más que necesaria reedición de sus textos más emblemáticos, también a la recuperación de sus diarios, cartas, poemas inéditos, relatos primigenios y, por supuesto, a la irrupción dentro del panorama editorial a una serie de biografías y estudios tan ricos como dispares entre sí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte cabe señalar el importante cambio que se ha producido a la hora de acercarse a la obra de la autora bostoniana. Sobre todo en lo que a su vida respecta. Y es que gracias a la perspectiva de género que, por fortuna, ha ido ganando terreno, reconocimiento y respaldo en el ámbito académico, actualmente podemos disfrutar de biografías más cercanas a la realidad de los hechos y, por supuesto, desprovistas de todo el arsenal de prejuicios, misoginia e infravaloración del legado que Sylvia (y todas las escritoras en general) ha dejado para la posteridad.
Han sido décadas de estudios sesgados, de opiniones guiadas por terribles estereotipos, de desinformación – sobre todo en lo que a cuestiones de salud mental se refiere y que tanto daño han hecho a la figura de Sylvia Plath- y de juicios vertidos a la ligera. Sin haber realizado un ejercicio de contraste, hirientes incluso. Ejemplo de ello es el prólogo que la escritora española Ana María Moix escribió para el volumen Cartas a mi madre en el que la tacha de victimista y de escudarse en sus “alteraciones graves” para justificar su comportamiento. Durante años su poesía se leyó con unos ojos distorsionados, juzgando su trabajo desde el punto de vista psicoanalítico, sin conocer a Sylvia en su totalidad – es de todos sabido que Ted Hughes, quien fuera su marido hasta 1963 y editor del legado de su esposa, ocultó parte de la producción literaria de Plath y destruyó el tercer volumen de su diario- hasta el punto de llegar a extremos tales como la condena furibunda hacia sus actos o la nauseabunda romanización del suicidio de la escritora.
El biógrafo, tal y como escribió Virginia Woolf, tiene que ser un pionero, ir “delante del resto de nosotros como el canario en la mina, comprobando la atmósfera, detectando la falsedad, la irrealidad y la presencia de convenciones obsoletas”. De ahí que trabajos como el de Paul Alexander en Magia Cruda (recientemente reeditado y revisado por Barlin) se adhieran casi a la perfección a la citada frase de la escritora inglesa. Una biografía en la que, lejos del ruido y la furia vertidas durante años, no solo dignifica la figura de Sylvia Plath sino que, además, nos la presenta bajo un prisma acorde con los tiempos que corren. Un nuevo mundo en construcción y deconstrucción en el que ni el machismo ni el paternalismo trazan envenenados ríos de tinta. Todo un homenaje y celebración de una trayectoria literaria y vital que, con sus luces y sombras, nos atrapa en los oscuros pliegues de la hora azul, en esas sesiones de escritura rozando el alba que Sylvia habitó y de las que ella misma se hizo dueña.