CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA: Leo a amigos y lectores, les escucho decir que ya no se hace música como la de antes. Que todo lo que suena ahora mismo es reggaetón. Lo que consideran sonidos de usar y tirar. Que el denominador común de la calidad está por los suelos. Y no puedo evitar sentir algo de pena, porque no puedo estar en absoluto de acuerdo. Por mucho que a veces solo parece que exista Bad Bunny. Calibrar épocas distintas solo conduce a la melancolía: es como la eterna comparación (parece que afortunadamente en vías de extinción) entre Messi y Maradona. Son contextos diferentes, fútboles distintos. Y si la sociedad es distinta, también la música pop tiene que serlo, a la fuerza. Porque una no es más que un reflejo de esta. Entrevisté hace poco a Dave Rowntree, batería de Blur, un señor que podría vivir instalado en la nostalgia por sus dorados años noventa, y me decía que no ha habido mejor tiempo para el rock británico que el actual. Creo que no le falta razón. Escucho una y otra vez decir que el rock está muerto, y me pregunto si quienes lo dicen han llegado alguna vez a escuchar a Dry Cleaning, Yard Act, Wet Leg, Kae Tempest, Sorry, Fontaines D.C., King Hannah, Porridge Radio, Jockstrap o Black Country, New Road, o les ha llegado por casualidad algo de lo nuevo de veteranos insignes como Suede o Arctic Monkeys, todos ellos sin salir de las islas británicas. Posiblemente a muchos de vosotros tampoco os suenen muchos de estos nombres, porque es cierto que el rock (aunque bien vivo) ya no arrastra las multitudes de antaño, pero todos han publicado discos de rock de guitarras más que notables durante este 2022 que ya termina. No, no estaba muerto. Simplemente cuesta un poco más dar con él. Hay que buscarlo un poco. Como con el folk pop o folk rock, porque no otra cosa son (con sus matices) los espléndidos discos de Weyes Blood, Big Thief, Beth Orton o Angel Olsen, todos soberbios.
Otra de las características (positivas, a mi juicio) de la música con mayor proyección comercial que se hace ahora es la ausencia de prejuicios estilísticos, su forma de mezclar. Poco queda ya de las tribus, urbanas o no. De las trincheras. Hay un espíritu deslocalizador, integrador, en continuo diálogo entre pasado y presente, en muchos de los mejores discos del año. Rosalía podrá gustar más o menos, pero es encomiable la forma en la que funde glitch pop, pop aflamencado, bolero, rumba o reguetón. O el modo en el que Beyoncé le ha dado al dancehall, al house, al electro, al Hi NRG o la música disco para reivindicar a Donna Summer y a Madonna en un fabuloso paseo por la mejor música de baile de las últimas décadas. O cómo el belga Stromae sigue deslumbrando con una música que mira a los Andes, a Japón, a Bulgaria, al África subsahariana o al Caribe para hablarnos de cuestiones tan candentes como el feminismo o la necesidad de cuidar nuestra salud mental para que dejemos de una vez de considerar el suicidio como un eterno tabú que conviene esconder bajo la alfombra. O cómo Kendrick Lamar sigue siendo el rey del hip hop mundial sin dejar de reivindicar la figura de Marvin Gaye, Nina Simone o Gil Scott-Heron mediante su capacidad de absorber parte de la historia del jazz, el r’n’b, el soul o el blues, encabezando un capítulo de música de ébano en la que también es conveniente destacar a Sudan Archives, Nas, Little Simz, Moor Mother, Koffee o Danger Mouse & Black Thought.
Y si lo que os gustan son los francotiradores, los cantautores rock de toda la vida, los singer songwriters en la estela de Bob Dylan, Leonard Cohen, Lou Reed o Harry Nilsson, por fijar cuatro referentes reconocibles por todos, ahí tenéis los discos que han entregado este año artistas tan solventes como Bill Callahan, Kevin Morby, Father John Misty, Pete Astor, Michael Head, Andrew Bird o Josh Rouse. En nuestra próxima entrega redondearemos este repaso al año con los