FUNERARIA LA SOLEDAD: Entre todos los muertos cuyos huesos han sido depositados en nuestra mesa de autopsias, tal vez ninguno como éste se haya dedicado en vida a chupar tanto del bote de la política. Si echamos un vistazo a su currículum chupóptero, ni Fraga Iribarne o Martín Villa lo tienen más completo. Entre cargos orgánicos e institucionales no ha habido un minuto de su existencia que no fuera pagado con dineros públicos. Lo que más irritaba en esta funeraria era su pinta de modernito, a medio camino entre el hípster aconfesional y el relamido niño pijo que no desdice alguna filiación opusdeísta. Para la tropa de choque ya disponía el PP del trío oficial formado por Hernando, Martínez-Maíllo y Pablo Casado. El tal Maroto se quedaba en segundo plano, como si hubiera entre ellos y él alguna distancia o desacuerdo. Para nada. Ninguna distancia ni un sólo desacuerdo. Miren si no la que montó en el País Vasco (era entonces alcalde de Vitoria) cuando dijo que los inmigrantes venían a España para aprovecharse de nuestras ayudas sociales y de ser más vagos que aquel Bartolo que salía en los tebeos de nuestra infancia. Y lo decía un individuo que no había pegado y seguía sin pegar palo al agua en su vida. La debacle de su partido, después de la moción de censura, ha provocado un aluvión de muertos que a este paso van a tener que aceptar el ofrecimiento de Aznar para formar la próxima candidatura electoral. En anteriores necrológicas hablábamos de unos más que posibles asesinatos en serie en el seno del PP. Tampoco se puede descartar, evidentemente y acabado el chollo de los sueldos públicos, el suicidio colectivo de sus miembros uno a uno. El cuerpo de Maroto apareció de madrugada en los escalones de la vitoriana Plaza de la Virgen Blanca. Tenía un cuchillo de hoja ancha clavado en el lugar del corazón. ¡Qué alegría, coño, joder, y otra vez coño, como diría el jefe Rajoy antes de morirse la semana pasada en esta misma página!