Bong Joo Ho se mueve como pez en el agua en el thriller psicológico y social. Se le dan bien las alegorías y, además de ser coguionista de todas sus películas, es un realizador de una fuerza torrencial. Consigue aunar contenido y emoción. Mensaje y entretenimiento. En Parásitos consigue poner de acuerdo toda esa potencialidad al servicio una película identitaria y universal. La situación de los espacios es simbólica. Si en Rompenieves está la cabeza y la cola, aquí el suelo divide a los que están por encima y los que están por debajo. La picaresca de una familia con graves dificultades económicas muestra como la necesidad agudiza el ingenio y la comodidad aletarga y atonta.
El relato se sirve del humor como un vehículo que va cogiendo velocidad y acelera alocadamente hasta que todo -vehículo, ocupantes y carretera- dan varias vueltas de campana. El guion es una extraordinaria demostración de cómo un relato puede sucumbir a las formas de distintos géneros, como materia maleable, y aún así conservar la coherencia y la uniformidad. Y todas las actuaciones están a la altura del espíritu y la forma. Juega a dar pistas y a despistar, a crear expectativas y a desmontarlas. A dar mensajes que parecen irrelevantes y que poco a poco se transforman en punzantes paradojas.
Además, no se limita a simplificar roles sino que también se preocupa de mostrar la complejidad de las relaciones que establecen los que están abajo. El que consigue agarrarse a una tabla, espejismo de salvación, puede llegar a ver al otro como su mayor amenaza, su peligroso competidor. La empatía como debilidad. La manifestación más perversa y atroz de un engranaje social fundamentado en la desproporción y el miedo. Pero, ¿quiénes son los parásitos en todo esto?