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PERDIDOS EN LA GRAN CIUDAD: CALOR Y GUERRA

ABELARDO MUÑOZ: Cada vez que llegan estos calores me viene a las mientes aquel lejano verano de 1936 cuando comenzó la guerra. Está escrito en algún sitio que el calor aviva la violencia y uno imagina, con los cuarenta y cinco grados que sufre en verano Badajoz, lo que debió ser en esa ciudad la famosa matanza a manos de las tropas fascistas en la plaza de toros, con 4000 fusilados en pleno agosto. Una de las cojeras más significativas del manto de silencio e intento de olvido de la Transición es no recordar aquellos hechos terribles acontecidos en un verano caluroso como este mismo de la pandemia. Cabría señalar cada año, como monumento a la infamia, esa fecha maldita para que las nuevas generaciones comprendan, y se resistan a apoyar a los reaccionarios, violentos y negacionistas, que sacan obsceno músculo como partido político legal en las narices de las Cortes democráticas.

Se celebra el fin de la guerra pero no se recuerda el inicio y sus causas. Lo único que se mantiene es la paga extra, que instituyó el enano sátrapa, y eso parece un mal chiste. De manera que, en la agonía de los calores, me quedo en casa a la fresca, rodeado de libros y documentos varios para entretener la desazón que produce la fatal coyuntura que vivimos, todos uniformados por la mascarilla quirúrgica. Así que para enriquecer mi tiempo, he recuperado la magnífica edición de un catálogo, editado por el Ayuntamiento en 2016 con motivo del aniversario de la ciudad como capital de la República. En ese libro, diseñado con primor por Rosa Albero, hay un magnifico trabajo de Antonio Calzado Aldaria que versa sobre la imagen de la ciudad a través de los testimonios de los intelectuales y artistas extranjeros que vivieron la urbe cuando estaba aquí el gobierno republicano. El texto no tiene desperdicio y habla del “turismo político” de entonces, protagonizado por personajes como Hemingway, John Dos Passos, Dorothy Parker, Arthur Koestler o Mijail Kolstov.

El sanguíneo y prepotente Ernest, que vino a fotografiarse entre milicianos para promocionar sus libros, decía de nosotros los valencianos: “Las gentes no tienen modales ni cosa que se le parezca y yo no entendía lo que hablaban. Todo lo que hacían es gritarse  che unos a otros”. Su amigo Dos Passos, conocedor de la ciudad, describía la situación en abril del 1937 de la siguiente y divertida manera: “Las calles estaban atestadas de gente miscelánea, de vendedores ambulantes, de carteles, casi como sucedía en tiempos de la feria anual. Uno tiene la sensación de que la ciudad ha sido puesta al revés como un abrigo viejo, y ahora se ven todas las costuras”.

El escritor y corresponsal Koestler, que luego las pasaría canutas en Sevilla, preso de Mola, narraba como persistía el ocio nocturno y las páginas de los diarios locales estaban dedicadas “a campeonatos de futbol, toros, crítica teatral y noticias de cine”. Y en una visita a un cabaret añade “el mes de octubre anterior, de cada dos números, uno era de baile con desnudo. Ahora, era obligatorio llevar sujetador y bragas”.

El periodista polaco Pruszyrísky escribió: “Valencia es una especie de Capua de la revolución, despreocupada, glotona y depravada”. Y el espía de Stalin, Mijail Kolstov, cuenta como “ en todas las casas los valencianos se han dedicado a la cría de gallos y gallinas, los tienen en los balcones; en todos los patios se elevan de cinco a ocho pisos de gallineros”. Alberto Romero narraba irónico como “en Valencia ya hace calor, los funcionarios del Ministerio de la Guerra se escapan a la playa, la milicia organiza redadas de bañistas y los devuelve a sus puestos de combate en las oficinas”. Así que la retaguardia valenciana era una fiesta en plena guerra. Lo que hoy, a toro pasado, podríamos llamar meninfotisme bélico.

PERDIDOS EN LA GRAN CIUDAD: CALOR Y GUERRA

TURIA 2.949 REY A LA FUGA

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