ABELARDO MUÑOZ: La estupenda crónica que ha iniciado el periodista y director de la TURIA Pau Vergara sobre la República Dominicana me ha trasladado de nuevo a La Española, y a un viaje que realicé el siglo pasado con mi amiga Ana, una pegolina aventurera. Era Navidad y la parte de La Española que visité es muy diferente de la de Pau. Se trata de Haití, el país de la parte oriental de la Gran Antilla que ya noveló en su momento el gran Graham Greene. Si la aventura de Pau es un recorrido por un territorio paradisíaco y relativamente estable, el año 1981, en el que troté por la parte chunga de la isla caribeña evoca el corazón de las tinieblas de Conrad. Gobernaba por entonces el hijo de Papa Doc, tan sanguinario como su padre, y con los ton ton macoutes, matones dueños y señores del país. En el siglo XXI Haití sigue siendo el país más pobre y desgraciado de la tierra y sus gentes no parecen haber mejorado mucho desde mi viaje. Terremotos, violencia y corrupción señorean en la actualidad este estado fallido, territorio de paso del narcotráfico en el Caribe.
Conservo, amarilleadas por el tiempo, las páginas manuscritas sobre el recorrido que hice con mi compañera desde Puerto Príncipe, la capital del país, hasta Cap Haitien, al norte, muy cerca de la Isla de la Tortuga, tierra en la que por primera vez anclaron las carabelas del Almirante. Las calles de Puerto Príncipe, al anochecer semejaban una película de zombis, tal la miseria ambiente. Al llegar al aeropuerto y pasar los controles ya observé cómo policías de paisano detenían sin contemplaciones a una ciudadana que llegaba de Guadalupe, colonia francesa en la que yo residía por entonces y desde la que hice el viaje a la isla infernal. Cogimos un taxi que nos llevó al único hotel potable de ciudad, junto al blanco palacio presidencial, al estilo de merengue del Sacre Coeur parisino, que ha sobrevivido a todos los terremotos; el conductor llevaba de compañero un fusil automático en el asiento del copiloto. Era un ton ton macoute. El hotel con una surrealista moqueta peluda en un país con un calor extremo y un bar de película de James Bond; blancos espías americanos de manual y negros mafiosos de gafas oscuras. Todo esto lo contó Greene en su novela Los comediantes; yo lo vivía en directo. Quisimos cruzar el país de sur a norte y agarramos una guagua en la estación de autobuses de la ciudad, un barrizal donde chapoteaban ciudadanos desesperados; Puerto Príncipe era como un vertedero de miseria donde se hacinaba una población sin futuro. Las elites habitaban en las colinas de alrededor. Aquel viaje quedará en mi memoria para siempre como una película de aventuras. Éramos los únicos blancos del pasaje y los viajeros, siempre alegres y despreocupados pese a sus dificultades, como es característica de los pueblos de las Antillas, nos miraban como su hubiésemos salido de otro planeta. Los niños acariciaban la piel blanca de Ana como si fuese una reliquia. En ocasiones policías con uniformes a lo Pancho Villa paraban la guagua en un control y exigían al conductor un peaje. La carretera sinuosa que llevaba al norte cruzaba las montañas, y el autobús viejo salvaba las curvas, bordeando desfiladeros de vértigo y cada vez que lo hacia el pasaje irrumpía en aplausos, como agradeciendo la bondad de Dios de no haber perecido despeñados una vez más. En la actualidad el país está prácticamente desforestado, por entonces las aldeas que cruzábamos estaban construidas de barro y techos de hojalata. Aquello era literalmente un trozo de África, como aldeas del Congo o Gambia. Cuando llegamos a nuestro destino, un villorrio conocido como Cap Haitien, el más septentrional del país, en el hotel volaban mosquitos del tamaño de drones. Al anochecer, y tras un condumio patético, escuchábamos tambores que venían de la selva. Quisimos salir a dar un paseo a la fresca, pero el dueño del hotel nos lo impidió. Es peligroso en extremo para los blancos, dijo. Lo que escuchan son ritos del vudú. Aquello ya era demasiado. La noche metidos en una habitación tamaño cuarto trastero fue inolvidable, mosquitos y calor, y los tambores del vudú sonando como un recuerdo de que el infierno está en la tierra. Al día siguiente, insomnes, quisimos visitar la famosa Citadelle, una fortificación colosal e inútil construida en lo alto de una colina por Henri Cristophe, el primer rey negro independiente de las Antillas. Contemplamos con horror como unos caballos enanos subían a los pocos turistas que visitan el país, los yanquis. Niños famélicos salían de la floresta tocando música y mendigando monedas. La visión de los turistas norteamericanos cebados y sonrientes a lomos de los derrengados mulos fue ya demasiado. Regresamos a toda prisa a la capital y salimas de aquel corazón de las tinieblas moderno cagando leches.