Eran otros tiempos y todo se oscurece al recordarlos, aunque brillantes y hedonistas, aquellas juergas pasaron a la historia. Recuerdo la primera vez que las vi a las dos, Klara Bowie y Rampova , el grupo Ploma 2, dinamita pura, actuando desmelenadas bajo las Torres de Serrans, en un festival en el que participaban todos los artistas antisistema del momento de la transisición imperfecta. Paco Muñoz, Carraixet, Remigi Palmero y Bustamante, Lluis el Sinfoner y, sobre todo, Pep Laguarda con su Brossa d, ahir. Ellas eran roqueras glamurosas, alegres y provocadoras. Su show hacia vibrar de placer a la peña. Pasaron los años como suspiros y Klara murió. Quedó Rampova solitaria pero activa, lanzando al mundo su desafío, sufriendo las violencias del sistema y aguantando el tipo. Haciendo entrevistas para denunciar la violencia machista que se cebó en su cuerpo delicado. Y escribiendo. Estos días en que se fue al otro mundo, sentada plácidamente en el sofá de su casa, se habla de su papel como icono de la contracultura, pero además de gran artista, ingeniosa modista y performer, Rampova fue un gran estilista de la escritura. No me acordaba de su columna en una publicación de Barcelona y su amigo me lo recordó. Rampo estuvo muchos años escribiendo su columna El cuarto oscuro del glamour, para la revista Infogai, publicada por el Col.lectiu Gai de Catalunya. Mucho antes de la movida LGTBI. Pionera como pocas, sus textos tenían un brillo literario alucinante. Era buena escribiendo y la admiraba por ello. Hablamos de literatura constantemente y de sexo. Dos temas que se acercan mucho. Salva ponía música electrónica en su equipo del bar Carxofa y a eso del atardecer, un poco borrachos todos, éramos felices en aquel último reducto del Carme. Porque hablo de principios del siglo XXI.
Recuerdo su figura menuda y sonriente, su rotunda y priginal elegancia, entrando en el bar de la calle Baja y pidiéndose un coñac con coca cola. Lo que más me fascinó fue su extensa cultura y su estilo único de vestir. Una uzbeka transformista, una otomana odalisca, un jefe de pista de un circo mágico y maravilloso. Rampova se diseñaba y hacia ella misma sus indumentarias. Un caftán confeccionado con retales de colores le cubría su largo y hermoso cabello de azabache. Junto a Salva, hablábamos de cualquier cosa, escuchando a Columna Durruti o a Lou Reed. Se maquillaba muy underground, los labios color violeta, por ejemplo. A Tim Burton le hubiese encantado conocerla. Era sencillamente divina. Luego dejamos de vernos porque el Carxofa se esfumó y ya no teníamos donde escuchar música. Un día me dijo que iba a publicar su libro de memorias Kabaret Ploma 2. Socialicemos las lentejuelas, y quería que le escribiera el prólogo. Me sentí muy halagado, la verdad. Ese libro, Editorial Imperdible, es de obligada lectura para todo aquel que quiera saber que fue de la contracultura valenciana de final del siglo XX. Y en ese prólogo escribí lo siguiente: “Luchamos contra los monstruos de la intolerancia y el fascismo desde nuestras imberbes posiciones, reivindicamos nuestro derecho a la libertad sexual y nos gustaban las orgias con música potente. Los Stones, Bowie, La Velvet, en donde los roles de género desaparecían y se creaba una hermandad sensual que traspasa los límites. Eran tiempos de clandestinidad. Nos hizo igualitarios, ambiguos en los sexual y adictos al espectáculo con lentejuelas; ojos cincelados de kool, colores y disfraces. “Todo lo que es profundo ama la máscara”, leímos en Nietzsche, y nos pusimos a ello”.
A Rampo le gustó. Así que ahora que te has ido con Rimbaud y Baudelaire al panteón de los artistas indispensables, vuelvo a escribir, amada Rampova, la cita que iniciaba mi texto a manera de epitafio: “Nosotras somos las ingenuas. De ojos azules y crenchas lisas. Que vivimos, casi ignoradas, en novelas poco leídas”. Es de Paul Verlaine y sus Poemas saturnianos. Y ahí creo que debes estar ahora, querido Rampo, en Saturno, disfrutando de la eternidad.