Solo los genios locos son capaces de imaginar en su cabeza esos sonidos bigger than life que basan su hechizo en la fanfarria, en la suma insensata de múltiples instrumentos, en la grandilocuencia llevada al extremo, hasta tocar con las yemas de los dedos la sentimentalidad descarnada de las canciones a las que honran. Todo eso bullía en la mente de Phil Spector, uno de los creadores e ingenieros de sonido – productor se le quedaría muy corto – que mejor definió el ascenso de la música pop a fuerza cultural de primer orden durante el siglo XX. Tenía mucho de genio, pero también de loco. Y de indeseable, como muchos de los grandes personajes de la gran factoría de sueños a la que pertenecía. Para qué engañarse. Los centinelas de la corrección política nos reñirán con su habitual condescendencia para que no le hagamos la ola a semejante criminal (llevaba once años en prisión, condenado por el asesinato de la actriz Lana Clarkson), algo que ya ocurrió tras la muerte reciente de otro genio cuya vida era poco ejemplar, la de Diego Armando Maradona, pero si no sabemos distinguir la obra del personaje, mejor nos dedicamos al sacerdocio o a la dispensa de moralina en vena, y no a la crítica cultural ni al disfrute de músicas sublimes que, muchas veces, nos ayudan también a ser un poco mejores personas. Aunque no siempre ocurra, claro. También habrá siempre canallas con vastas colecciones de discos, aunque sean minoría.
Suya es la autoría del muro de sonido, una aproximación wagneriana al pop, lograda mediante la superposición de capas instrumentales que le daban a sus canciones un sesgo orquestal, una suerte de respetabilidad adulta que contrastaba con las letras adolescentes que manaban de los viejos éxitos de sus Teddy Bears o The Ronettes o The Crystals, a principios de los años 50, y más tarde de algunos hits de The Righteous Brothers o Ike & Tina Turner, entre muchos otros proyectos que tuvo la virtud de comandar desde los estudios y las mesas de mezclas. Candor teenager y nostalgia de quienes una vez fuimos todos (aunque no viviéramos aquella época) que siempre contrastó con lo escabroso de una biografía marcada por la mala sombra desde que su padre se suicidara, cuando él apenas contaba nueve años. El sonido de los discos a los que daba forma fue el espejo en el que se miraron los Beatles o Brian Wilson, justo en el momento, segunda mitad de los sesenta, en que el rock adquiría tintes conceptuales, se proveía de estructuras más complejas y hacía evolucionar su lenguaje a la velocidad del rayo. Discos como Let It Be (1968), de los Beatles, Death of la Lady’s Man (1977) de Leonard Cohen o End of the Century (1979) de los Ramones, llevan su firma, con mayor o menor grado de intervencionismo. Sus trabajos, incluso aunque vinieran firmados por otros compositores, antecedieron los de otros genios totales, compositores que también producían y tocaban la gran mayoría de instrumentos en sus discos, que primaban la consecución de su cosmovisión creativa por encima de todas las cosas, como Todd Rundgren o Prince. Por algo había sido el primer productor pop con un sello absolutamente distintivo, desde finales de los cincuenta.
No debía ser nada fácil trabajar junto a él, desde luego. El alcohol, las drogas y las amenazas a punta de pistola estaban a la orden del día, algo de lo que han dado fe la gran mayoría de músicos que se han plegado alguna vez a su tutela. La última ocasión en que copó titulares por motivos estrictamente musicales fue en 2003, cuando trascendió que produciría el segundo álbum de los británicos Starsailor, Silence is Easy (2003). No tuvo correa – ni él ni ellos – para que el asunto diera para más de dos canciones. Al Pacino le dio vida en 2013, interpretándolo en el controvertido biopic que dirigió David Mamet, mientras sus huesos ya llevaban años pudriéndose a la sombra. Desde entonces, se fue abrasando poco a poco en su infierno particular, hasta darnos el adiós definitivo hace unos días, a los 81 años, a causa de complicaciones derivadas de la Covid-19.