CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA: Si hemos de dar crédito al reciente documental de Francis Whately (David Bowie: The Last Five Years), el músico británico no supo de lo irremediable de su enfermedad hasta cuando solo quedaban tres meses para su fallecimiento, hace poco más de un año, el 10 de enero de 2016. Para entonces, el contenido de su álbum Blackstar, que vio la luz dos días antes, ya estaba más que concluido. ¿Es tan relevante que su gestación se hubiera producido tan solo -que no es poco- bajo la amenaza de la fatal enfermedad o directamente -tal y como hasta ahora habíamos creído- a modo de epitafio voluntario? No lo parece: el giro de timón de Bowie respecto a su anterior trabajo (The Next Day, 2013) era más que considerable, y parece más que inverosímil que su sombrío y heterodoxo contenido (prorrogado ahora en un EP con tres temas nuevos) no tuviera relación alguna con el cáncer de hígado que le fue diagnosticado cuando estaba inmerso en su grabación. La duda, fruto del carácter reclusivo de un artista capital que siempre mantuvo el control absoluto sobre la proyección exterior de su obra y su propia vida, no anula el sesgo luctuoso de un año marcado no solo por su último álbum, sino también por el canto del cisne de Leonard, el cariz elegiaco del primer álbum de Nick Cave tras perder a su hijo de 15 años e incluso decesos improductivos en este ejercicio pero igualmente trascendentes por la magnitud del currículo del finado, como fue el caso de Prince. Al margen de ese sesgo fúnebre, al que tendremos que irnos acostumbrando por una cuestión meramente generacional (las hornadas de músicos ilustres que se dieron a conocer en los 60 y 70 del siglo pasado frisan los 70 u 80 años), alentador -en estos casos- de obras de gran peso específico, hay tendencias que deben recaer en el debe del año que terminó hace un par de semanas. La preeminencia de la música negra y de la electrónica como materias
en continua regeneración, aptas incluso como tablas de salvación para músicos ajenos a sus coordenadas pero necesitados de liftings sonoros creíbles, es una de ellas. En el primer apartado (que tanto influyó a los últimos Lambchop o Bon Iver) hay que consignar la pujanza de un fermento hip hop que, más allá de Kanye West, alumbró discos como los de Danny Brown, Anderson .Paak, Kate Tempest, Kendrick Lamar o los veteranos A Tribe Called Quest. Sin olvidarnos de la confirmación de Beyoncé como fuerza motriz clave en esa encrucijada sonora entre rap, R’N’B y soul rock, por cuanto su sextó álbum medró con más determinación que nunca entre nutrientes tan diversos. En el segundo, significativa fue la fascinante reconversión de Antony Hegarty en Anohni, de la mano de la electrónica de Hudson Mohwake y Oneohtrix Point Never, al margen de entregas más previsibles Hecker o los incombustibles Underworld.
En nuestra próxima entrega abordaremos parte de lo más destacado en el ámbito estatal y local, junto a nuestra habitual lista de recomendaciones, no sin antes resaltar el indie rock de filiación noventera de Scott & Charlene’s Wedding, Car Seat Headrest, The Trouble With Templeton o Parquet Courts, el folk rock y la americana de discos tan notables como los de Okkervil River, Kevin Morby, el mejor Cass McCombs, Case/Lang/Veirs, Damien Jurado o Angel Olsen, el chispeante pop de tiralíneas de Teenage Fanclub o The Lemon Twigs, los tratados soul de Michael Kiwanuka, Myles Sanko o Charles Bradley o la magnética heterodoxia de Warpaint y Orchestra of Spheres.