Zarandeados por el vendaval de esta nueva ola, tan bella y asépticamente bautizada como Ómicron para que nadie se sienta ofendido, en cuanto podemos, nos fugamos al campo, al monte o a eso que todavía nos atrevemos a llamar naturaleza. Sí. Como si existiera en ella algo prístino, puro, auténtico, sin mácula de contaminación, sin las marcas humanas y que, en el último momento, desesperadamente, pudiera salvarnos.
La experiencia, en estos primeros días de enero, es embriagadora: los almendros, con sus flores prematuras o repletos de retoños a punto de reventar, se exhiben como promesas de otra estación; los chopos cabeceros, erguidos y transparentes, buscando la luz más alta y dejando al descubierto, entre sus ramas, la sencilla arquitectura de los nidos de palomas torcaces o de picarazas, anuncian obscenamente el estallido de la savia en miles de vástagos y yemas.
Al recorrer las riberas del Turia, entre sargas y mimbreras, henchidas con brotes de puntas rojizas, se echa de menos el canto de los ruiseñores (y hasta el parloteo de las chicharras). Ellos no se han confundido aún. Y ese silencio, entre los cinglos, se vuelve más inquietante y ofensivo ¿Cuánto tiempo les queda? ¿Qué está pasando aquí? ¿Cuántos años faltan para el gran desastre? Porque las señales, queramos verlas o no, son inequívocas. El labrador lo sabe: habas, guisantes, coles, alcachofas y, por supuesto, naranjos, quieren frío y aquí “cada día va a su aire”.
Hemos cabalgado durante milenios a lomos de dos imperativos, uno biológico y otro teológico. El primero -inscrito en un antiguo código químico- dicta las instrucciones necesarias para sobrevivir y mejorar; el segundo, atribuido a la fuerza coactiva de las primeras deidades y sus biblias, es plenamente cultural y cristalizó muy pronto en dos preceptos: “creced y multiplicaos”, “cultivad la tierra y sometedla”. Ahora, estos imperativos, reciclados en uno, se llaman “crecimiento sostenible” (a veces, quienes lo enuncian, se pierden y confiesan -“crecimiento sostenido”- lo que realmente hay detrás).
Esta explosión inoportuna de la naturaleza debería hacernos pensar tanto o más que el coronavirus, porque ella sí es consecuencia de la colisión de una cultura depredadora con los ritmos seculares del clima. El ancestral imperativo biológico precisa otra cultura, una donde se pueda conseguir “más con menos”. Bueno, mejor dicho, donde “más” no sea un precipicio sino una ruta alternativa.
En otro universo paralelo, a esos titanes de la política, zumosoles del No y libertarios de la cerveza, poco parece preocuparles por quién y por qué se lucha, sino quién cerrará la cervecería o quién podrá asar el último pez en una pradera de cemento vertical.
El topo, desde su madriguera, observa entre asustado y perplejo, esa furia movilizadora de raíces y savia ¿Por qué habría de sentir miedo? Pues porque, cegato y medio sordo, pero no imbécil, no ha experimentado aún esa vibración cautivadora que sólo produce el canto del ruiseñor.