ANDREA MOLINER: “Al encontrar la puerta con el cartel de CERRADO, empezó a golpear el cristal con los puños. Fermín y Daniel intercambiaron una mirada.
– Para que luego digan que en este país la gente no tiene ganas de comprar libros.”
La sombra del viento, Carlos Ruiz Zafón.
En la librería donde trabajo hay dos grandes escaparates. Uno dedicado a las novedades de ficción y no ficción, y otro en el que exclusivamente se exponen las destinadas a un público más infantil. En el primero bien podrías encontrar a autoras y autores tan dispares como Vivian Gornick, Virginia Woolf, Jon Fosse, Miguel de Cervantes o Juan del Val (si es que a ese señor se le puede considerar autor) conviviendo en un imposible equilibrio entre refinamiento y bajeza intelectual. Y en el segundo toda una amalgama de historias protagonizadas por animales, planetas, prendas de vestir, niños, familias enteras y seres imaginarios varios que no hacen más que resucitar un latente optimismo infantil respecto a esos, como diría Joan Manuel Serrat, “locos bajitos” y a la humanidad en general. Últimamente lo que más abundan son los Papás Noeles y sus historias alrededor de la Navidad, puro márqueting, así que mi fe en el futuro ya hace rato que desapareció por el desagüe del retrete.
Podría, ante esta transitoria realidad laboral, sentirme expuesta. Ya que casi es imposible esconderme de la gente que cumple con la costumbre del almuerzo valenciano o con la de la “pausa” para el café en la terraza del bar de enfrente. Regentado por unas bellísimas personas que me abastecen de los litros de cafeína que necesito para sobrevivir al día y, ya de paso, me proveen de cambio cuando más lo necesito. Por si las moscas, por si viene la marabunta a comprar su regalo para el 25 de diciembre, que son muchos. Creedme, sé de lo que hablo. Aunque, a decir verdad, nada comprado con el Paseo de Ruzafa un sábado a las seis de la tarde. Eso sí que es el infierno y no lo de Dante Alighieri.
Además de considerarme una consumada espía de lecturas en el transporte público, algo que desgrané pormenorizadamente en mi anterior texto para la presente revista, de un tiempo a esta parte he desarrollado una nueva afición. La de observar la cotidianidad tras los enormes cristales y desde la comodidad de un trabajo que oscila entre una carrera de fondo y una balsa de agua. No he dedicado una tarde a clasificar los tipos de clientes potenciales que suelen frecuentar la librería, más que nada porque en las fechas en las que estamos tiempo es justo lo que me falta. Aunque he desarrollado un sexto sentido para distinguir entre quienes te van a proporcionar una apetecible o indeseada (pero siempre larga) conversación de los que simplemente están de paso y más que escudriñar observan. Por el contrario, nunca dejará de fascinarme ese tipo de persona que no cruza el umbral que separa el espacio comercial de la calle y, sin embargo, se detiene frente al escaparate. Muchas y muchos parecen embobados o poseídos por una especie de atracción imposible de describir, aunque no dejan de rezumar ternura y cierto grado de empatía. Algunos hasta se inclinan para leer, eso creo, el título de un libro en concreto. Hasta el punto de llegar a pegar sus mejillas contra el cristal. Tampoco son pocos los que lo tocan con sus dedos provocando un sonido que, en ocasiones, me saca de mis momentos de ensoñación en los que me imagino rica, con una casa en la playa y sin tener la obligación de levantarme para ir a trabajar. Aquí no hay distinción, igual son mujeres que hombres, la curiosidad mara al gato equitativamente. Aunque, si hay un tipo de “no cliente” que me encanta son los que abren la puerta pensando que entran al estanco que hay justo al lado y se encuentran con un mar de páginas. Si al menos se las pudieran liar otro gallo cantaría. Por fortuna, no ofrecemos ese servicio. Aunque quién sabe, a lo mejor se te pega algo si te fumas a Lispector, Highsmith o a Bukowsky, además de un más que probable cáncer de pulmón. Mejor no arriesgarse.
Es tiempo de listas, de hacer balance, de dejar claro que ha sido lo mejor y lo peor del año- ya caerá esa breva muy pronto- pero, mientras tanto, dejadme que disfrute de la comicidad de los curiosos tras el cristal. Los cuales creen que no los veo cuando agudizan la vista, cuando señalan con el dedo, cuando hacen una foto o cuando echan una mirada al rótulo de la tienda. Como si acabaran de descubrir que en su calle, barrio, ciudad o lugar de paso hay una librería más. Si queréis algún libro, preguntad a la chica de pelo rizado, gafas y unas incipientes ojeras de no dormir lo suficiente. Para inesperados y extraordinarios fenómenos extraliterarios, seguiremos informando.