ENRIQUE HERRERAS: Dicen que, con la edad, la memoria se hace selectiva. No creo que la dirección escénica de Rafael R. Villalobos de esta producción de Un ballo in maschera se seleccione con el tiempo. De momento, hay un recuerdo fresco, y todavía hay tiempo para analizarla. O, en todo caso, para expresar la decepción ante su idea de hacer trascurrirlo que acontece en aquel libreto que sufrió en su tiempo el peso de la censura, en unos extraños años 80 del siglo pasado. Yo que soy partidario de que se busquen atmósferas diferentes a las originales, y que se modernicen los libretos añejos, en este caso no entendí el sentido, por mucho que se intelectualice lo diseñado, por mucho que se buscara aquella estética alemana (tipo H. Müller) que tuvo su momento álgido en otras décadas. No entendí por qué no se trata de expresar lo que es la obra en vez de añadir lo que no es. Ni el espacio escenifico, en el que se incluye el siempre atractivo efecto de la presencia en escena de un coche viejo (de coleccionista); ni la iluminación; ni el soso vestuario (le falta finura y elegancia, salvo en un baile con resolución, eso sí, no demasiado original), ni la dirección actoral me despertaron no ya la pasión, sino de tranquilidad. O sí, tranquilidad para centrarme en la música de esta composición de un Verdi maduro, y en plena forma, sobre todo en el soberbio segundo acto, y no menos el memorable tercero.
Disfrutar, o mejor, imaginar, ese cúmulo de los ingredientes verdianos. Desde el punto de vista melódico volvemos a encontrarnos ante una nueva cima: otra vez se adocenan los temas llenos de inspiración, poesía y fuego, fuerza y expresividad para esta historia de amor prohibido (inserto en un tradicional triángulo). Fuerza y expresividad que sí que vimos en la batuta de Antonino Fogliani (ante la siempre espléndida y generosa Orquestra de la Comunitat Valenciana): eficaz, ecuánime y convincente a la hora de lidiar los cambios de ritmo de la partitura.
Por otro lado, decir con claridad, y con luces de neón (para algo sirve ese efecto de la escenografía, unido a los inquietantes televisores dispersos por el suelo), que triunfó el excelente elenco vocal (premiado con efusivos aplausos y bravos). Ganaron por puntos, la soprano valenciana Marina Monzó, y el Cor de la Generalitat. La primera con un Óscar (el personaje más mimado por la dirección que busca una hermenéutica personal, dentro de su empeño de innovar como sea,) cargado de verdad escénica y vocal. Del segundo sobran comentarios, porque los adjetivos ya se han usado en demasía para dicho coro. Merecidamente, claro. Ganaron por poquísimos puntos, porque ahí están también tres cantantes de alta vibració: Francesco Meli (Conde Riccardo), resultó un tenor de impecable timbre, fraseo y proyección (con un poco más de expresividad, hubiera sido un verdiano de tomo y lomo). Por su parte, Anna Pirozzi (Amelia) impuso seducción explícita y lirismo precioso (bellos agudos). Dos vértices que el barítono Franco Vassallo (Renato) completa el tercer vértice un magnífico triángulo: propuso capacidad, seriedad y mucha pulcritud. Faltó, eso sí, química entre los enamorados y una mayor pulsión sexual. Justamente es en esto último en lo que se podría haber cargado de actualidad (subversiva), pero aquí hay desmemoria histórica, no lo más adecuado para ejecutar cualquier modernización que se precie. En fin, siempre nos quedará Verdi. Y tanto.
P.D. Enhorabuena a la dirección del Palau por recobrar los magníficos programas de mano de antaño. Aunque sea de manera on line.