ENRIQUE HERRERAS: La historia del Palau de les Arts, como cualquier historia, está repleta de anécdotas. En efecto, en ese tiempo que va desde la Grandeur a “aterriza como puedas” (hoy vive un digno aterrizaje), han pasado muchas cosas. Una de ellas está relacionada con el anterior montaje a partir de Don Givanni, de Mozart. Todavía está en la memoria el hundimiento del escenario de la Sala Principal (por unas inundaciones, recuerdo, producidas por esas nubes valencianas que no saben llover, algo que, parece, no sabía el supersónico arquitecto). La cuestión es que el director escénico de aquel montaje, Jonathan Miller, no tuvo que achicar agua, pero sí adaptarse a las circunstancias a partir de plantear una pared negra tapando el escenario real y utilizando buena parte del espacio del foso de la orquesta. Estamos en el año 2006. Tiempo después, en 2012, pudimos comprobar, de manera paradójica, que fue mucho mejor la primera versión escénica en conjunto que la segunda. Lo que son las cosas.
Ahora, la música mozartiana y el libreto de Da Ponte llega con una producción de La Fenice donde resalta la elegancia escénica. Una propuesta del prestigioso regista Damiano Michielettto (muy recodado por su playa de L’elisir d’amore) que resuelve con saber teatral, ingenio y ritmo el trascurrir de las escenas. Sobre todo, cuando el escenario rotatorio se convierte en un largo pasillo donde van despareciendo los personajes. No obstante, finalmente el efecto circular acaba siendo algo monótono, como el papel pintado (que rememora un palacio del Settecento) que decora el escenario móvil: muchas luces y alguna sobra es el resultado del diseño de Paolo Fantin, cuyo cometido es crear un clímax psicológico que pide el director escénico. Lo consigue, ayudado también por la iluminación de Fabio Barettin que subraya dicho ambiente a través de perfilar las sombras de los personajes. Lo cual tuvo como pequeño contrapunto que, a veces, no veíamos bien la expresión de los cantantes-actores. El vestuario de Carla Teti no me llamó la atención,
De todos modos, lo importante de esta ópera es, aparte de frescura e inventiva melódica (en grado sumo mozartiano) y, la maestría en cómo están tratados los tipos dramáticos -y eso que debo confesar un pecado: las óperas de Mozart no me ablandan el corazón. En este sentido, a Davide Luciano se acopla bien a Don Giovanni, aunque le falte aliento para llegar a un personaje de verdadera envergadura teatral y musical (mejor en la segunda parte). Notable en cuanto a tipo físico, así como en los resortes dramáticos, su firmeza vocal unida a la beldad de su timbre. Aunque no se me va de la cabeza Edwin Schrott, en el primer montaje señalado. un cantante nacido para ser don Juan mozartiano.
El resto del elenco brilló sobremanera en el ámbito interpretativo (con sus intenciones, con sus puntos de vista, y hasta con sus físicos) aunque fue algo desigual en el vocal. No se puede tener todo. Ricardo Fassi interpreta un Leporello al que le falta algo de eficacia escénica. El tenor Giovanni Sala (Don Octavio) logra gran virtuosismo en los recitados, así como Ruth Inisesta (Donna Anna) se luce en los matices; y Elsa Dreisig mantiene con gran corrección la técnica vocal, y expresividad y encanto actoral en su Donna Elvira. El desparpajo escénico de Jacquelyn Stucker (Zerlina) tienen una buena réplica en Adolfo Corrada (Masetto). Sin olvidar a Gianluca Buratto, un Commendatore portentoso, aunque lúgubre en demasía.
Un muy buen sabor de boca, y de oído, nos dejó el sobresaliente papel de una orquesta palpitante y disciplinada (sin olvidar la presencia siempre reseñable del Cor de la G.V.), que supo dejarse llevar por la batuta de Ricardo Minasi, muy mimosa con cada una de las situaciones que se bosquejaban en el escenario. Maleabilidad y nitidez para logra expresar una partitura que discurre con creciente y estratégica intensidad, rayando la radioactividad.