Las películas basadas en hechos reales —y esta presume de ello en su publicidad y en sus créditos— arrastran un pesado condicionante, que su trama y argumento ya están escritos, al menos en sus líneas esenciales. El guionista o el realizador de este tipo de historias carecen de la libertad del resto de autores de ficción para incluir un determinado giro o conducir el argumento en otra dirección. Por supuesto poseen la libertad del punto de vista elegido, que no es poco, pero siempre llevan esa piedra sobre sus espaldas. Una piedra que se convierte en aliada si la historia «real» es potente dramáticamente (en el sentido teatral del término) y en enemiga si carece de ese poso dramático que exigen las leyes de la ficción.
En «aliada» se convertía, pues, en otras dos conocidas películas de los productores de este film —por lo visto aficionados a sacar sus historias directamente de la realidad—, «Spotlight» y «12 años de esclavitud», pero no sucede lo mismo en esta ocasión ya que los hechos reales terminan convirtiéndose en un lastre que no logra superar el punto de vista o la mirada de la directora, la joven cineasta Sara Colangelo, que tampoco resulta muy definido u homogéneo. El tema elegido son las indemnizaciones a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la película deja algunas estimables anotaciones acerca de los intereses políticos y económicos subyacentes —muy buenas las referidas al diferente valor del dinero para cada estrato social—, pero centra en exceso la atención en el personaje del abogado al frente del peritaje que interpreta (eficazmente) Michael Keaton, especialmente en su evolución desde los números fríos hasta empatizar con el factor humano del suceso, y en ninguno de ambos casos, ni desde el personaje ni desde la evolución, encuentra intensidad dramática suficiente y casi termina pareciendo uno de esos relatos de redenciones ejemplares que hemos visto más de una vez en la pantalla.
Por el camino, también pretende proporcionarnos un pequeño fresco de las tragedias individuales que trajeron consigo los atentados, pero tampoco en este apartado consigue unos resultados demasiado sobresalientes, ni cuando se trata de pequeños flashes cargados de sentimiento (o sentimentalismo) ni cuando las historias alcanzan la categoría de subtrama —las historias del bombero con dos familias, la de la pareja gay sin papeles o la propia que interpreta Stanley Tucci—, siempre amenazadas por la sombra de la superficialidad, incluso del oportunismo. La correcta factura, el alcance del tema y los buenos actores permiten, no obstante, que la película se pueda ver con cierta atención e interés, pero poco más.