ENRIQUE HERRERAS: Siempre me ha atraído la obra de Georg Büchner (1813-1837). Leí por primera vez esta insólita, poética y psíquica pieza cuando estudiaba en la Escuela De Arte Dramático de Valencia. Una obra que no solo rompía aguas del naciente romanticismo, sino que también se adelantó un siglo al advenimiento del teatro de vanguardia. Con el tiempo disfruté con uno de los trabajos escénicos más sonados de la primera etapa de Moma Teatre, bajo una pulcra dirección de Carles Alfaro. Tampoco me perdí el inquietante filme de Werner Herzog (1979). Y ahora me ha llegado el turno de poder visionar y vivir una magnífica e imponente versión teatral de la ópera de Alban Berg (1885-1935). Si bien, en este libreto, firmado por el genial compositor austriaco, hay algunos cambios con respecto a la obra original, mantiene el espíritu de la misma. El resultado, de esta producción de Bayerische Staatsoper y el New National Theatre (Tokio), es una “obra total”.
Una totalidad que comienza con la fusión perfecta entre música y libreto. Entre escenario y foso de la orquesta. Sobre lo último, sabría que subrayar que la batuta de James Gaffigan consigue que la Orquesta de la G.V. extraiga la coloratura de esa suma perfecta que impone Berg entre la música llamada “pura” (sin trasunto argumental) y la música “dramática”, o más bien, “expresionista”. Una composición ideal para la historia del extraño soldado Wozzeck, cuyo objetivo, como dijera el compositor, era conmover al espectador.
Parece que esta lección la haya tomado al pie de la letra Andreas Kriegnenburg, quien no solo ha sabido expresar el clímax psicológico del drama (amargura y desolación), sino también lo más difícil, convertir en grandes a actores y actrices a grandes cantantes. Un vivo movimiento escénico, en el que fusiona el foco de la historia, con un peculiar ambiente, como esos personajes (¡nosotros los pobres!) que viven en el río, en esas aguas que serán testigo de un asesinato inexplicablemente romántico. Unos efectos (fantasmagóricos) que provocan conmoción, a lo que ayuda una escenografía (Harald B. Thor) que diferencia dos espacios, una gran cubo volante para las acciones centrales, y una negritud, con agua, que nos hunde en el interior de un cerebro turbado. Confluye también, en ese río que va a dar al mar del desasosiego, un vestuario atractivamente grotesco diseñado por Andrea Schraad. No falta, en este guiso perfecto, la iluminación de Stefan Bolliger que también ayuda a conformar esta asfixiante vivencia.
Como la que exterioriza el atormentado soldado Wozzeck, perfectamente interpretado por Peter Mattei incluso en los momento de canto hablado (sprechgesang) que requiere una especial creatividad del intérprete. El barítono supera, con creces, también las enormes exigencias vocales que requiere el personaje. Por su parte, el regreso de Eva-Maria Westbroek (recordada por su Sieglindes en La Valquiria con Zubin Mehta) dio muestra de franqueza, sufrimiento y afección que eternamente significa Marie. Destaca, también de este conjunto de muchos quilates, Christopher Ventris (también recordado por su Parsifal bajo la maestría, esta vez, de Lorin Maazel) a partir de su poderío vocal e interpretativo: superlativo Tambor Mayor. Magníficos, en todos los sentidos, Franz Hawlata (Doktor) y Andreas Conrad, quien borda al sibilino Capitán. No me olvido del resto del elenco, ni del Cor de la G. V., ni tampoco de la Escolanía de la Mare de Déu dels Desemparats, para decir lo que siempre queremos decir pero no podemos siempre: ¡qué noche la de aquel día! ¡La de aquella tormentosa y bellísima ópera!