SUSANA FORTES: Desde hace diez años lo primero que veo al levantarme es el puente de la calle 59 que une el barrio de Queens con Manhattan. A la izquierda hay un letrero enganchado a una farola indicando que es zona de remolque. En el centro, una barandilla de hierro y un banco de madera en el que una pareja de espaldas charla tranquilamente a contraluz. Aunque no los oigo, puedo adivinar exactamente lo que dicen. Son Diane Keaton y Woody Allen, naturalmente. Yo también me he sentado en ese banco del Riverview Terrace como tantos otros mitómanos del mundo. Fue un mes de enero luminoso y helado de no hace tanto tiempo. Iba a presentar la edición inglesa de Waiting for Robert Capa en el Cervantes de Nueva York y llevaba equipaje para apenas una semana. Al final me quedé un mes. Y aunque no conseguí ver a Woody Allen tocando el clarinete en el club Carlyle del Upper East Side, sí pude al menos recorrer melancólicamente algunos escenarios de sus películas (la melancolía no la sentía entonces, la pongo ahora, claro, que todo es ya imposible). Estrené mi cuaderno en blanco de aquel año nuevo, caminando por la nieve de Central Park y paseando a destajo por algunos de mis fotogramas favoritos: la sala de cine del Paris Theater de Annie Hall, entre la quinta y la sexta avenida, donde el protagonista saca a Marshall MacLuhan de detrás de una esquina para callarle la boca a un pedante profesor universitario, como hemos querido hacer todos alguna vez en esta vida; el mítico Hotel Chelsea donde se rodaron los interiores de Misterioso asesinato en Manhattan; El Bleeker Street cinema de Delitos y faltas;las calles de Greenwich village de Otra mujer; La pizzería John´s, el escaparate de Lingerie, los edificios de ladrillo de Times Square, la mítica librería Peagent books de Hannah y sus hermanas en la que Michael Cainebusca una copia de los poemas de E.E. Cummings para regalarle a la mujer a la que quiere seducir un verso que dice exactamente: “nadie, ni siquiera la lluvia / tiene las manos tan pequeñas”. Siempre encontré consuelo en las películas de Woody Allen, un consuelo irónico, con el que aprendí que las verdades incontrovertibles de la vida es mejor no tomárselas demasiado en serio. Que las neuras, los egos, las enfermedades imaginarias, la creación literaria, el amor y su reverso, el pensamiento divergente y hasta el miedo a la muerte tienen un lado profundamente divertido y poético. Eso es lo que hemos perdido. Woody Allen ha sido devorado por un Macarthysmo de nuevo cuño que no necesita de pruebas ni de la condena de un juez. Le basta la marea dominante que mueve montañas. Habrá quien considere que el mundo es mejor así. Más justo. Bueno, pues han ganado. Los demás hemos perdido. Nos queda el puente de Queensboro y cierta ironía de la derrota. Eso sí, daría cualquier cosa por ver la última película de Woody Allen. Aunque fuera en Perpignan.