Cartelera Turia

(3) LA TRAMA FENICIA, DE WES ANDERSON.Wes Anderson se divierte y, esta vez, nosotros también

PAU VERGARA: Hay películas de Wes Anderson que parecen hechas para ser admiradas en vitrinas: perfectas, calculadas, como un mecanismo de relojería suiza que suena bonito pero nunca atrasa. La trama fenicia, en cambio, parece una de esas raras piezas que, sin perder el artificio, vuelve a latir.

Esta vez, Anderson se atreve con la trama geopolítica, el tráfico de antigüedades, la fe convertida en moneda de cambio y una familia tan rota como su mapa moral. Lo hace a su manera, claro: como si Tintín se hubiera colado en una novela de Le Carré y todo lo hubiera dirigido un marionetista suizo con obsesión por la simetría. Pero hay algo más.

El argumento —que se despliega como una caja dentro de otra caja, y luego otra más— gira en torno a un misterioso manuscrito fenicio, una red de intereses diplomáticos ocultos y un grupo de personajes que deambulan entre el cinismo y el delirio con elegante resignación. Todo se cruza, se enreda y, en algún punto, empieza a tener sentido… o no. Pero da igual, porque la gracia está en el camino, no en el mapa.

Benicio del Toro está magnético. Hace de espía, o ex espía, o arqueólogo arruinado (nunca queda del todo claro), pero da igual: uno le seguiría hasta el fondo del mar si le pide que se suba a su sidecar. Es el tipo de personaje andersoniano que se permite tener cicatrices, y no solo estéticas. Su relación con su hija (o no hija) es uno de esos hilos emocionales que se cuelan entre tanto decorado, y que Anderson, cuando quiere, sabe manejar con puntería.

La película está dividida en capítulos, claro. Con tipografías, maquetas, narradores interpuestos y cameos en cascada. Es un desfile de momentos deliciosos: una cena diplomática en medio del desierto, una persecución en barca en un museo cerrado por reformas, una conversación filosófica sobre la propiedad cultural entre dos personajes disfrazados de dioses. Todo huele a cartón piedra y, sin embargo, emociona.

¿Es una sátira sobre el expolio cultural? ¿Un cuento sobre la traición familiar? ¿Un juego de muñecas rusas con moraleja postcolonial? Posiblemente todo eso y algo más. Anderson no está interesado en darnos respuestas, sino en envolvernos con su tela bordada y decirnos: “mira cómo suena esto cuando lo agitas”.

A diferencia de sus trabajos más recientes, donde el envoltorio acababa por devorar al caramelo, The Phoenician Scheme encuentra un equilibrio inesperado: es tierna sin caer en el sentimentalismo, crítica sin perder la sonrisa, juguetona sin dejar de tener algo que decir.

Y sí, claro que se repite. Pero ¿quién no lo hace cuando ha encontrado un idioma propio? Lo interesante no es si Anderson se repite, sino cómo sigue encontrando música nueva dentro de su vieja partitura.

 

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